Este Eratóstrato (calculo que su nombre significa "amante de la cosa militar" o algo así) fue un humilde pastor de la antigua Grecia. Al fulano se le metió en la cabeza la idea de incendiar el templo de Diana en Éfeso, una de las maravillas de la Antigüedad, para así pasar a la Historia. Como lo pensó, lo hizo, incorporado a los anales como el famoso autor de la hazaña destructiva.
En nuestros días se ha acuñado irónicamente la expresión complejo o síndrome de Eratóstrato para los que mascullan la obsesión de causar estragos para ser reconocidos por la posterioridad. Este es el caso, por ejemplo, de los talibán (es ya un plural), iconoclastas ellos, que en marzo de 2001 dinamitaron las gigantescas esculturas de Buda en Bamiyán, Afganistán. Meses más tarde, otro fanático musulmán, el educado Mohamed Ata, dirigió la singular operación de estrellar dos aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas de Nueva York. Es claro que pasó a la historia de la infamia. No entro en los intríngulis del extraño atentado.
Las cosas en España no son tan espectaculares. El Gobierno español, siempre atento a los problemas colectivos, ha decidido que el Valle de los Caídos, en la Sierra madrileña, debe transformarse en un monumento civil. Para ello habría que eliminar todos los símbolos religiosos del conjunto conmemorativo: las imponentes esculturas de la Piedad, los ángeles con espadas (una metáfora de José Antonio Primo de Rivera) y los Evangelistas. La pasión destructiva se completaría con la delicada operación de demoler la gigantesca cruz que preside el valle. Puede que sea la más grande del mundo. Con los cascotes de todo ello (muchos miles de toneladas) se podría erigir una ostentosa pirámide en honor de la inacabable reconciliación, o mejor, del diálogo. Una opción más práctica sería comercializar los restos pétreos como recuerdo de los visitantes del lugar, a la manera de lo que se hizo con el famoso Muro de Berlín. Sería una forma de amortizar de la gigantesca operación.
Quedan todavía algunas tareas complementarias. La abadía benedictina podría transformarse en un originalísimo parador de turismo. Más difícil es el caso de la basílica excavada en la roca, la más grandiosa del mundo en su género. Antes de nada, habría que exhumar los restos de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera, que, por otra parte, no fueron caídos de la guerra civil. Añádanse las cenizas de algunos miles de combatientes de la guerra civil, alojadas en los nichos de la basílica. La parte final sería abrir un concurso de ideas para ver la forma de reutilizar la colosal nave. Por si sirviera de algo, avanzo la propuesta de que el inmenso túnel de la basílica se adaptara como refugio ante una hipotética guerra nuclear. Se podrían alojar así todos los altos cargos del Estado con sus respectivas familias y el cuerpo de edecanes y otros servidores. Todavía habría espacio para incorporar al refugio a unos pocos que llaman ciudadanos, elegidos por sorteo.
Todas las operaciones que digo −y otras más relacionadas con la logística, la seguridad y la propaganda− darían lugar a una larga temporada de polémicas en los medios de comunicación. Sería una forma inteligente de tener entretenido al personal para que no se ocupara de las cosas de comer. Sobre todo, Sánchez pasaría a la Historia como lo fuera Eratóstrato. Sería la forma de que nos olvidáramos de su infausta tesis doctoral.