Uno de los valores prevalentes en nuestro tiempo es el de la igualdad. Su consecución se dificulta porque las sociedades actuales son heterogéneas, plurales. Para resolver la aporía se ha diseñado un sistema de cuotas, aplicado primordialmente al sexo (que ahora llaman "género"). Es decir, que haya tantas mujeres como varones en los puestos de representación, de cierta dignidad o mejores ingresos. Caminamos penosamente hacia tal paridad, por ejemplo, en la dirigencia de los partidos políticos. Aun así, nótese que en esos casos el líder supremo del partido suele ser un varón, como toda la vida de Dios.
Hay otros muchos círculos (ahora se dice "ámbitos") en donde no se acepta la paridad de sexos. Por ejemplo, sin ir más lejos, en las asociaciones feministas. No se colige que para defender los derechos e intereses de las mujeres se tenga que excluir a los varones. Pero es así como funciona.
Asombra que en esa gran institución española que es el fútbol apenas figuren mujeres. No solo en el plantel de futbolistas (lo cual parece bastante lógico), sino en el de los entrenadores, árbitros, directores de los clubes, periodistas deportivos.
Obsesionados como estamos por el sexo (en todos los sentidos, no solo en el clasificatorio), no nos percatamos de que se podrían establecer cuotas por otros varios factores de desigualdad. Por ejemplo, el de la edad. Cada vez hay más viejos (ahora dicen "mayores") en la población, pero por eso mismo llama la atención su escasa presencia en los puestos de conocimiento, poder o responsabilidad. Lo que es peor, ningún partido político se queja de ello. Al contrario, en todos los dominios de la vida colectiva predomina una verdadera efebocracia (poder de los jóvenes). Llama la atención el derroche que supone despreciar el valor de la experiencia. Precisamente tendría que destacarse mucho más en una sociedad compleja como es la actual.
Hay otros varios aspectos de la desigualdad que se toleran fácilmente. Por ejemplo, en el mundo de la cultura (museos, exposiciones, editoriales, medios de comunicación o entretenimiento, etc.), el hecho de ser catalán supone un mérito reconocido. Los nacidos en otras regiones tienen menos oportunidades. Sucede igualmente que nadie protesta por esa desigualdad tan escandalosa. Es un contraste llamativo con los agravios que suele manifestar Cataluña y que ha dado paso al independentismo.
La población española admite un 10%, más o menos, de inmigrantes extranjeros nacionalizados, de primera o de segunda generación. Es fácil reconocer que esa proporción no se aplica en numerosas instancias. Por ejemplo, el cuerpo de diputados y senadores de la nación no admite un 10% de inmigrantes extranjeros nacionalizados, puede que ni siquiera el uno por ciento. Apenas se dejan ver en un lugar tan destacado y que teóricamente deberían ser representativo de la población. Luego se nos llena la boca con el orgullo de que en España no hay xenofobia.
Como síntesis. Resulta fácil razonar que la vida pública, en su más amplio sentido, debe dar las mismas oportunidades a todos los españoles sin distinción de cualidades que no se pueden cambiar. Pero se trata de una aspiración que no se cumple, ni siquiera se plantea, y nadie se molesta por ello. Seguimos siendo una nación de borregos, dicho sea con todo el respeto por esos pacientes animales.