Las unanimidades en la vida pública hacen sospechar algunas trampas encubiertas. Por ejemplo, esas elecciones de mandamases llamadas primarias en las que siempre ganan los que las convocan. La cosa no merece mayor atención, pues el número de tontos es infinito, como dicen que dice el Eclesiastés.
Más interesante es ese falso credo político que sostiene como verdades ciertas fantasías, en las que se confunden los deseos con las realidades. Podríamos comprenderlas como mitos, en el popular sentido de creencias fabulosas o magnificadas. Se me ocurre uno inmediato: el mito de la llamada división de poderes. Suena muy bien y se acepta generalmente como la clave de nuestro arco democrático. No se duda de que, en un país como España, con tan destartalada tradición democrática, hayamos conseguido tal plenitud.
La doctrina clásica de los tres poderes o funciones del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) se apoya en el prestigio tradicional que suelen tener las clasificaciones trinitarias. La idea es que, si el poder se reparte entre esas tres modalidades, resultan mutuamente vigiladas y, por tanto, se contienen los posibles excesos. Fue un descubrimiento de Aristóteles (como tantos otros), que cuajó en el liberalismo de Locke y Montesquieu. Lo pusieron en práctica los constitucionalistas norteamericanos. Es el famoso sistema de los controles y contrapesos, que todavía funciona mejor en los Estados Unidos que en las otras democracias.
En España se adoptó el juego de los tres poderes en la Constitución de 1978, pero pronto se vio que era desbordado por la realidad. Era un poco tarde para implantar una teoría tan benéfica. Llegaba en el momento de un Estado interventor con una fuerte tradición autoritaria, que no se ha logrado extinguir. El resultado sintético es que los tres poderes se reducen a uno dominante: el Gobierno. Es cierto que los españoles elegimos a nuestros representantes en las Cortes, pero el partido (o coalición) que logra la mayoría se hace con el Gobierno. El presidente del Gobierno es nombrado por el juego de facciones dentro del partido dominante. Por tanto, el pueblo no lo elige. El presidente del Gobierno escoge libremente a sus ministros. Las Cortes votan las leyes, pero el resultado se determina matemáticamente por el partido que gobierna. A su vez, el Gobierno decide los Presupuestos Generales del Estado, los cuales incluyen los gastos correspondientes a los poderes legislativo y judicial. Más aún, el presidente del Gobierno tiene el poder de ascender a los jueces sumisos. Dentro del cuerpo de los jueces funcionan dos facciones, una progresista ("para la democracia") y otra conservadora ("profesional"). Con tal esquema es imposible que pueda funcionar el principio de la independencia judicial.
Este esquema del predominio del poder ejecutivo se reproduce punto por punto en las sedicentes autonomías o regiones y en los ayuntamientos.
El predominio del poder ejecutivo se refuerza hoy todavía más porque el Estado (y sus terminales) controla la economía con un grado de intervención que ni siquiera pudieron soñar los anteriores regímenes. En su día se extinguió el INI del franquismo, pero ahora es mucho más robusta la red de empresas públicas. Se han convertido en una fuente de ineficacia, derroche y corrupción.
En definitiva, el poder fundamental es ahora es el de los partidos políticos. El cual se ha venido a complicar por otra circunstancia: el peso creciente de las decisiones de lo que llamamos "Europa".