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El miedo a la desigualdad

El miedo a la desigualdad se instala en la mentalidad de los que mandan o van a mandar.

El miedo a la desigualdad se instala en la mentalidad de los que mandan o van a mandar.
Irene Montero, ministra de Igualdad. | EFE

Por todas partes se evidencia el desprecio por los "negacionistas", los que desentonan de las ideologías oficiales. Mejor será comprender su existencia, a veces tan inmoderada como demencial. En esa categoría no debe incluirse a las personas que disienten de la política o las creencias de los que mandan. En las cuales entra hoy la pertinaz negación de una parte de la historia española contemporánea.

Lo más curioso es que las doctrinas prevalentes se suelen expresar de un modo negativo o reactivo. Así, la famosa del cambio climático, que aboga por detenerlo, como si fuera posible parar los movimientos telúricos. Más sustancia tiene la posición opuesta a que consideremos desiguales o inferiores a ciertos colectivos, como las personas que no son blancas o heterosexuales. Sin embargo, el asunto no se arregla con un simple cambio de las antiguas etiquetas y la imposición de otras nuevas. Me parece una tontería que se considere despectivo decir que un negro es negro. Llamarlo "afroamericano" o "afrohispano" es gran superchería. ¿Qué hacemos con las poblaciones constituidas por personas morenas? Es el caso de la mayor parte de los países americanos de habla española o portuguesa. Tuve un choque traumático cuando, en mi primera estadía en los Estados Unidos de América, me vi obligado a cumplimentar un cuestionario oficial. Nada menos que me tuve que definir como "caucásico". No me daban otra opción las respuestas impresas.

Se ha comentado muchas veces el latente miedo a la igualdad de las sociedades occidentales o de estirpe europea. No obstante, lo que nos debería preocupar es el miedo a la desigualdad. La pretensión de que haya posiciones, pareceres y sentimientos diferentes no debería ser un obstáculo al verdadero avance de la civilización. Bien es verdad que habría que distinguir las diferencias sociales, la esencia del pluralismo, de las desigualdades forzadas, injustas. Pero no habrá que caer en la tentación de construir una sociedad monótona, sin nadie que se desmande de las prescripciones de la tribu. Es evidente, por ejemplo, que existen notables diferencias entre mujeres y varones, y no solo las anatómicas. Pero es un dislate llegar al llamado "lenguaje inclusivo", para empezar, la sustitución de cualquier gentilicio por el equivalente de la fórmula de "españoles y españolas". Esa sinsorgada supone el sistemático alarde del contraste natural que representa el sexo de las personas. El temor oficial a esa realidad nos ha llevado a otra estupidez léxica: la sustitución del sexo como criterio diferenciador por el disimulado "género".

Ni qué decir tiene, estas modas tan tontas son un vulgar remedo de lo que se estila en las clases bien instaladas de los Estados Unidos de América. Es la parodia de escandalizarse de muchas diferencias sociales, como si persistieran las relaciones entre los amos y los esclavos de antaño, o entre los despóticos sátrapas y los súbditos serviles. En definitiva, nos encontramos ante una forma de hipocresía colectiva, tan característica de la sociedad estadounidense. Podríamos imitar otras cualidades más positivas de la cultura de ese gran país, como la valoración del mérito o el espíritu de superación. Están presentes en las películas de Frank Capra. Bueno, eran otros tiempos.

El miedo a la desigualdad se instala en la mentalidad de los que mandan o van a mandar. Esa operación deja traslucir la sospecha de que se consideran inferiores. Es una reacción resentida, de prepotencia, que conduce a delirios autoritarios, a la manipulación de la información como propaganda.

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