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Amando de Miguel

El futuro de la democracia española

Los partidos, cada uno con su programa y su ideología, deben aspirar a representar a todos los españoles.

No pretendo dármelas de adivino, ni siquiera de pronosticador con algún artefacto sociológico o estadístico. El futuro de la democracia española aquí entrevisto entra dentro de lo posible, aunque más bien teñido con el inevitable sesgo de lo deseable, del deber ser, en mi modesta opinión. Bien pensado, se trata, al final, del porvenir necesario, si es que no queremos enfrentarnos, otra vez, en una guerra civil. Sería la última, la confirmación de la completa disolución de España. Tampoco hay que extrañarse, naciones más vetustas han perecido en la historia. Por tanto, me pongo en la disposición de otear el futuro inmediato de mi país “optimizando las actualizaciones del sistema”, como dice mi móvil. Insisto en que mi planteamiento es lo que debe suceder, desde mi personal sentimiento. 

Vaya por delante esta premisa: no creo que haya que cambiar de Constitución, al menos por el momento. Es algo más sustancial. Se trata de mejorar ciertas inveteradas prácticas políticas de una democracia que resulta un tanto averiada. Naturalmente, caben otras muchas opciones. Yo, aquí, selecciono algunas, las más perentorias.

Parece poco hacedero acogerse al ideal de dos partidos como sujetos del debate parlamentario. No obstante, es un despropósito lo que tenemos: unas Cortes con una veintena de formaciones políticas. Hay algunos métodos para reducir tal desmesura. Una regla muy conveniente para el buen orden parlamentario sería muy simple. Los partidos, cada uno con su programa y su ideología, deben aspirar a representar a todos los españoles. Por tanto, se excluyen los que, expresamente, afectan a una región, a una localidad o a un grupo étnico. No se puede ir por el mundo democrático con una formación parlamentaria que se etiqueta como Teruel Existe. Todos esos partidos de alcance no nacional podrían estar representados en los Parlamentos regionales (mal llamados “autonómicos”).

Tampoco estaría mal que los cuerpos legislativos, nacionales y regionales, redujeran a la mitad el número de los diputados o equivalentes. No es solo por una razón de austeridad, sino como consecuencia del voto cautivo que tienen los parlamentarios respecto a su partido.

España es un caso, entre otros muchos, de un Estado que trata de organizarse sobre una base multinacional o multilingüística. Por si fuera poco, a esas divisiones territoriales hay que añadir, ahora, el contingente, cada vez más numeroso, de los musulmanes o islamistas españoles. Razón de más para la exigencia de partidos verdaderamente nacionales.

Otra medida imprescindible para contener la creciente multiplicidad de partidos sería la eliminación de las generosas subvenciones que reciben del Estado, o sea, de todos los contribuyentes. Las formaciones políticas, los sindicatos, los grupos de influencia y cualesquiera otras formas de asociaciones ideológicas (incluidas las confesiones religiosas) deben sostenerse, exclusivamente, con las aportaciones de sus miembros. El sector público debería eliminar la actual floresta de subvenciones, dejando solo las dirigidas a la ayuda directa a las personas necesitadas o marginadas, que no son pocas.

Comprendo que, en la España actual, no resulta simpática la idea de sufragar los gastos del partido político de las preferencias de cada uno. Por lo mismo, tampoco se considera plausible eliminar las ayudas públicas a la compra de vehículos eléctricos, viviendas o cualquier otro artículo. Se entiende, popularmente, que son formas de favorecer a las clases humildes, pero en realidad esconden una injusta protección a los intereses de las grandes empresas. Es menester acabar con todas esas corruptelas, que alimentan la alegría del presupuesto público. Los recortes dichos los considero imprescindibles para que disminuya la ingente deuda pública y la onerosa carga fiscal.

Habría que entrar en las atrocidades legales que se han perpetrado en las Cortes durante los últimos lustros. Bastará una ilustración, si se puede llamar así: la ominosa “ley de memoria histórica”. Ahora quieren llamarla “de memoria democrática”, que es peor. No hay que demostrar el peligro de una norma, como esa, tendente a resucitar el fantasma de la guerra civil. Lo malo es que ya hay algunos prominentes candidatos para la procesión de espectros.

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