Me refiero a la gran luminaria o lumbrera de la política española: Pablo Manuel Iglesias Turrión. Es el prototipo de la personalidad del narciso: satisfecho consigo mismo, carente de todo sentido de culpa, presumido con su irreverente atavío y su tocado. El profesor mediocre pretende ser modelo, faro irradiante, aunque se nos queda, vulgarmente, en linterna sorda, en farol.
Nada más ser convocadas las elecciones al Gobierno de la región madrileña, sorprendió a todos con una altisonante declaración. La hizo desde su despacho de vicepresidente del Gobierno de España, sin trazas de que allí se hubiera trabajado mucho. Se atrevió a tildar de “delincuentes y criminales” a sus eventuales rivales de la derecha, Ayuso y Monasterio. Ese tono de insulto prepotente recuerda el que distinguió al Frente Popular de 1936, de infausta memoria.
El gran narciso ha logrado atraer la atención general, no por su dedicación parlamentaria, sino por ser el guía de la hueste okupa y demás ralea. A través de ese cometido, su figura se ha agigantado. Sin embargo, su partido o partida (una mixtura de feminismo alocado y de comunismo latinoamericano) ha ido perdiendo votos a lo largo de los últimos años.
Asombra el supuesto desclasamiento de un vicepresidente del Gobierno que se conforma con ocupar un humilde escaño en la Asamblea madrileña. Bien es verdad que “Madrid es mucho Madrid”. Se comprende el gesto de órdago (o todo, o nada) lanzado desde su primera proclama. Nada menos que pretende borrar del mapa político a la derecha, aunque todos los pronósticos la dan como ganadora. Son las típicas ínfulas del totalitarismo progresista, que tan bien personifica nuestro hombre.
La contienda madrileña se presenta con dos resultados posibles: a) Iglesias consigue instalarse como presidente de la Comunidad de Madrid (la única que no insiste en el título de “autonómica”, según sus textos fundacionales); b) el narciso pierde tal oportunidad, que, en el fondo, solo existe en su magín. En ambos supuestos, quien gana, verdaderamente, es el presidente Sánchez: ha logrado quitarse de encima, bonitamente, la pejiguera que le producía insomnio.
En el caso más probable de que Iglesias no consiga la presidencia de Madrid, sus opciones no serían la de volver a la cátedra o la de recobrar su puesto en el Gobierno de Sánchez. Tampoco creo que vaya a aguantar unos años como diputado raso de la oposición en la Asamblea madrileña. Su temperamento se asemeja al del Che Guevara, otro gran narciso, inepto para sentarse tras una mesa de despacho, abarrotada de expedientes.
Recordemos que el señor Iglesias, como vicepresidente del Gobierno de España, con ocasión de la pandemia, fue incapaz de visitar las residencias de ancianos, que de él dependen, orgánicamente. Lo suyo es alentar la algarada callejera, por mucho que se haya instalado en la dacha de Galapagar.
El vaticinio de que Iglesias no tiene nada que hacer en la Asamblea de Madrid se basa en los efectos inesperados de las elecciones del 4 de mayo. En un día laborable y después de un puente, no es probable que haya una gran participación electoral. Todavía menor si se consideran las condiciones de la pandemia. Aun así, la presencia de Iglesias movilizará a votar (por correo) a muchas personas conservadoras y a otras que suelen ser indiferentes ante la política, tal como ahora se presenta. Ese factor hará subir el voto de Vox, que resultará una imprescindible ayuda para que el PP de Ayuso se haga con el mando en la Casa de Correos. Un resultado así significará la exasperación de Iglesias. Lo interpretará en términos conspirativos. Puede que, herido en su amor propio (que es mucho), decida expatriarse a las selvas latinoamericanas. No caerá esa breva.