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Descontentos e integrados

En el inacabable discurso sobre la cosa pública tienen mucho valor interpretativo las dicotomías.

En el inacabable discurso sobre la cosa pública tienen mucho valor interpretativo las dicotomías. Umberto Eco hizo famosa la suya: apocalípticos e integrados. Se refería más bien a las actitudes alternativas respecto al imperio de los medios de comunicación. Se dibujan así los pesimistas, críticos o de izquierdas, por un lado, frente a los comparecientes, optimistas o de derechas, por otro. Algo así se podría argüir ahora, aunque con una perspectiva más amplia, respecto a la vida pública en general. La dicotomía resultante podría ser la de los ‘descontentos’ frente a los ‘integrados’, bien claro que aplicada a España.

La minoría de los descontentos es la que se resiste a comulgar con las ruedas de molino de la propaganda del Gobierno. Los descontentos están convencidos de que los que mandan en España engañan al pueblo de forma sistemática. Ni siquiera logran creerse del todo las estadísticas oficiales. (Por cierto, la palabra ‘estadística’ no procede de ‘Estado’, sino de los estados o estadillos, los cuadros con números).

La mayoría de los integrados se corresponde con los que aceptan tranquilos las versiones de la vida pública que emiten los poderosos. No es una cuestión de ignorancia. La integración que digo se da, igualmente, en el estrato de las personas instruidas.

La dicotomía apuntada no procede de una distinción de clase social, ni siquiera de ideología; es más bien una cuestión de mentalidad, una manera acostumbrada de ver las cosas. Por eso es tan difícil de cambiar. Pocos son los individuos que transitan de una a otra categoría, pues son polares. Se podría decir que se trata de una cuestión de herencia, si no fuera porque, dentro de la misma parentela, suelen darse individuos de los dos géneros dichos. Más que la genética, opera aquí la práctica de seleccionar los afectos que le rodean a uno.

Desde luego, los integrados viven más satisfechos y seguros con su familia, su ambiente, su profesión, sus recursos, sus amigos. En cambio, los descontentos no lo son solo respecto al poder político; su actitud contamina la vida toda, pública y privada. Lo que ocurre es que resulta difícil pasar de uno a otro polo, tan indeleble es la marca de una u otra categoría.

El esquema se comprende mejor ante la actitud de confianza que despliegan los integrados respecto a la conducta de los que mandan. De ahí su credulidad respecto a las campañas de propaganda, hoy fundamentales para el ejercicio del poder. Los descontentos se desalientan ante el discurso de los poderosos; tienden a considerarlos interesados, si no mendaces. Que conste que el poder abarca más que el círculo de los que gobiernan.

No pretendo establecer una valoración entre uno y otro grupo, y menos una calificación moral. Ambos extremos de la dicotomía pueden coincidir en muchas virtudes, como la capacidad de trabajo, la dedicación profesional, el amor a la familia, etc. Pero siguen siendo dos mentalidades, diametralmente, opuestas respecto a la vida pública, que se traducen también en muchos aspectos de la vida privada. Sin duda, los integrados son más estables en todo, con la seguridad que les da el sentimiento de ‘tener razón’ en las discusiones que pudieran establecerse. Tal pertinacia suele ser un rasgo autoritario. La divisa del autoritarismo supone que ‘el que manda suele tener razón’. Los descontentos llevan una vida más errática, por mucho que se crean más libres. Habrá que reconocer que, hoy por hoy, la libertad no se lleva mucho.

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