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Amando de Miguel

Comprender el racismo

Hasta los más tolerantes tratan de instalar su residencia en un lugar donde los que les rodean son como ellos, los de su misma tribu.

Parece que hay un acuerdo general en que "los españoles no somos racistas". Quizá no lo seamos tanto como los ingleses, los alemanes o los norteamericanos. La razón principal es que, desde hace siglos, en España no ha habido razas en su sentido más propio. Ahora empieza a haberlas como consecuencia de una reciente inmigración masiva desde todos los continentes, un hecho único en nuestra historia. Por tanto, es notorio que empiezan a surgir aquí y allá inesperados brotes racistas. De momento no suelen ser violentos porque la sociedad española, en contra de lo que muchos creen, es más bien pacífica. No hay inconveniente en que un español autóctono tenga por vecino a un negro… con tal de que se trate de un deportista destacado.

Tampoco hay que escandalizarse de un hecho que está en la naturaleza de las cosas. En todas las especies zoológicas, desde luego en los mamíferos, los individuos gustan de rodearse de los suyos, los más parecidos en todos los órdenes. Lo cual es compatible con el atractivo de una calculada exogamia, pues la endogamia, por esterilizante y conflictiva, acaba siendo un tabú universal. Es tan general como el del incesto.

El racismo tiene mala prensa. Ahora se dice "supremacismo", un neologismo para justificar el taimado rechazo o el desprecio hacia los foráneos. Es más, una ideología tan exitosa como el feminismo acaba siendo una forma de racismo, pues fomenta el odio hacia el otro sexo. Tanto es así que ni siquiera se llama "sexo" sino "género".

Son muchos los racistas que no se reconocen como tales. Simplemente, tratan de decir que se ocupan de fomentar su lengua o su cultura, tareas que siempre pasan por nobles. La piedra de toque de la mentalidad racista, aunque sea latente, es el odio al extranjero desacreditado, el fuereño permanente o cualquier otro individuo que no sea "de los nuestros".

Ahora se ha establecido en muchos países civilizados el "delito de odio", aunque parece de difícil estimación. La razón es que impera el sano principio de que "el pensamiento no delinque". Nadie lo discute, pero resulta difícil llevarlo a la práctica. No es lo mismo pensar una cosa, e incluso decirla, que actuar conforme a ella. La prueba está en que hasta los más tolerantes tratan de instalar su residencia en un lugar donde los que les rodean son como ellos, los de su misma tribu. Esto vale lo mismo para los gitanos o las minorías de extranjeros con uno u otro color de la piel, lengua o cultura. La dificultad de los rasgos raciales es que no se pueden cambiar con facilidad.

Los racistas más problemáticos son los que no se reconocen como tales pero actúan con criterios de segregación respecto a los que no son como ellos. Por ejemplo, en ciertas regiones españolas se practica un solapado racismo cultural al despreciar a los que hablan otra lengua que no es la común o la propia.

El racismo va más allá de aislarse de los diferentes. Supone la creencia solapada de que esos otros son inferiores. Es algo que va en contra de las nociones generalizadas de justicia, pero se practica.

La mejor forma de vencer las tentaciones racistas es que los niños de distintas procedencias étnicas convivan en las mismas aulas de la enseñanza obligatoria. Un segundo paso es que se vayan dando matrimonios mixtos según los distintos rasgos culturales de los contrayentes. El proceso va a ser lento.

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