Entender es comparar, y al revés. Por alguna oculta razón que se me escapa, los españoles se resisten a establecer comparaciones. Pero no siempre son odiosas. La comprensión de un fenómeno tan sorprendente como Podemos se beneficia si la proyectamos con el precedente de la II República. En ese experimento histórico el PSOE se escoró decididamente hacia el Partido Comunista, entonces sovietizado. En el caso actual, Podemos se alía con el PSOE y caminan juntos hacia un frente popular (tendrán que buscar otra etiqueta) radicalizado. El ideal para todos sería que colaboraran PP y PSOE, los viejos partidos que se hallan en trance de renovación. Ambos manifiestan una querencia por la socialdemocracia, pero la desdicha es que sus respectivos dirigentes se odian. Tengamos en cuenta que el odio preside muchas relaciones personales en España, no solo las políticas. En la II República ocurrió algo parecido. La cosa terminó mal, por muchas idealizaciones que se arrojen sobre los dos bandos.
A pesar de las similitudes formales con la situación de la II República, en la sociedad española actual operan algunos factores sustantivos que son distintos y esperanzadores. El más sorprendente es que, hasta la explosión de la Guerra Civil en 1936, España fue una sociedad muy violenta. En cambio, desde el final de esa contienda la violencia decrece sistemáticamente. Alguna vez creímos muchos que esa tendencia se debía a la presión de una dictadura militar, pero estábamos equivocados. Durante el periodo democrático España es cada vez menos violenta, a pesar de haberse convertido en un centón étnico. No me explico cómo es que los Gobiernos no pregonan más ese magnífico resultado de la escasa violencia de la sociedad española. Tanto es así que mucha gente en España se halla convencida de que seguimos siendo un país violento.
Por cierto, la coexistencia de millones de inmigrantes que son de otras razas y religiones no nos ha llevado a la constitución de un partido xenófobo. Existe en otros países europeos, pero no en España. La explicación resulta irónica. Simplemente, bastante tenemos los españoles autóctonos para odiarnos entre nosotros. Dado que nuestra fuente económica más saneada es el turismo exterior, sería un contradiós que nos dedicáramos a despreciar a los foráneos. Aun así, da vergüenza la resistencia del Gobierno español (junto a otros) a admitir una parte minúscula del ejército de refugiados políticos que vagan por el mundo. ¿Es que nos hemos olvidado de los exiliados políticos o religiosos españoles que tuvieron que huir de su patria en distintas épocas?
Otro elemento alentador de la sociedad española actual es que ha aumentado mucho el espíritu altruista. Es asombroso el número de españoles que dedican su tiempo y sus recursos a ayudar a los demás, dejando aparte las razones de vocación religiosa. Son los fenómenos del voluntariado, la donación de órganos, las varias formas de solidaridad. Anima pensar que las semejanzas formales con el antecedente de la II República se ven amortiguadas por los factores de verdadero progreso cívico.