Una democracia sana permite contar con dos o más partidos políticos en el Parlamento, pero debe estar claro que los hay de izquierdas o de derechas. La distinción se basa en que la izquierda pugna sobre todo por la igualdad y el estatismo. En cambio, la derecha lo hace por la libertad y el individualismo. Si solo predomina una de las alas, nos aproximamos a un régimen autoritario, la eterna tentación de los españoles.
En España contamos con más de una docena de partidos en las Cortes. Lo asombroso es que todos ellos se comportan como si quisieran ser de izquierdas. La explicación de tamaño corrimiento hacia el rojo (como el espectro de las galaxias) es que ha calado la falacia de que ser de derechas es fascista. No importa el absurdo histórico.
Bien es verdad que la derecha debe preocuparse de la nación y de sus símbolos. Por eso la izquierda española se atreve a ondear banderas de diseño en sus actos políticos. Para distinguirse por su defensa de la unidad de la nación española, el PP decide en su último congreso multitudinario que no ondee ninguna bandera. Parece una decisión absurda. Todavía hay quien considera que la bandera nacional es la de Franco.
En un plano material o de sustancia, el PP se apunta a la tesis progresista de que es conveniente elevar el gasto público. En eso sí que hay consenso entre todos los partidos y partidas. (No se tome como un exabrupto feminista). No importa que tal acuerdo represente el peligro de una hecatombe económica. Con más gasto público, los políticos todos pueden hacer más favores a sus afines, partidarios o clientes. Lo que se llama clientelismo es la antesala de la corrupción. Contrariamente a lo que se proclama desde el poder, los españoles no son iguales ante la ley.
En los asuntos morales o de conciencia (aborto, matrimonio entre personas del mismo sexo, ideología de género, vientres de alquiler, etc.), el PP se escora cada vez más a babor. No quiere que le recuerden sus orígenes franquistas o católicos. Es un extraño complejo de inferioridad. En todo caso, decide que sobre esas materias debe haber libertad de voto, pero eso es algo que ya proclama la Constitución; solo que es un precepto que no se cumple.
Cierto es que la opinión pública en España se halla dominada por los medios y grupos progresistas, pero todavía hay una mitad del país que piensa de forma conservadora. El resultado es que el PP no llegará a alcanzar la mayoría absoluta e incluso perderá el Gobierno central y los Gobiernos regionales que aún conserva si sigue en sus trece. Siempre resulta difícil entender las conductas que precipitan el suicidio, el de las personas o el de las organizaciones.
El PP podrá apuntarse el tanto de promover una modesta recuperación económica del país. Pero su tendón de Aquiles es el haberse contentado con paños calientes de corte jurídico frente al intrincado problema del secesionismo catalán. El pecado de omisión hace que el conflicto se vaya enconando hasta parecer insoluble. Realmente, la Generalidad catalana se comporta como si Cataluña fuera independiente. Por tanto, no cabe más que el recurso a la última ratio constitucional: que el Gobierno intervenga en la Generalidad de Cataluña. No lo hará. Será el fin del PP y, lo que es mucho más grave, la definitiva desmembración de España.