Los hermanos Vivaldi tampoco lo hicieron. Se los tragó el mar como a tantos que lo intentaron antes, pero esta vez algo fue diferente. Un paisano suyo, Lanzerotto Malocello, salió en su busca unos años más tarde y se dio de bruces con un islote volcánico, refrito por el sol y varado en mitad del océano. Se trataba de Tyterogakat o "La Quemada", tal y como era conocida por sus habitantes, los majos. Lanzerotto retornó a Europa, contó su descubrimiento y volvió para quedarse. Hoy esa isla lleva su nombre, Lanzarote, y sigue tan quemada y hermosa como se la encontró hace setecientos años.
El feliz hallazgo del genovés abrió el camino de las Canarias, cuya existencia era conocida por griegos y romanos que habían fantaseado a placer con ellas. Las llamaban "Afortunadas y Beatas, teniéndolas por tan sanas y tan abundantes de todas las cosas necesarias a la vida humana, que sin trabajo ni cuidado vivían los hombres en ellas mucho tiempo". Los europeos de la Edad Media, sin embargo, las habían olvidado por completo. Durante un siglo, y como el Oriente se había puesto imposible con lo de los turcos, se dejaron caer por aquellas latitudes genoveses y catalanes, portugueses y mallorquines que buscaban carne fresca para poner a trabajar en los activos puertos de la Europa de entonces. Así, de modo tan triste, suministrando esclavos, entró nuestro querido archipiélago en la historia.
El tráfico de mercaderes y de algún que otro misionero pescador de almas entre el continente y las Canarias se hizo tan intenso que un caballero normando, Jean de Bethencourt, propuso a Enrique III de Castilla llevar sus dominios aun más al sur. Enrique, que reinaba sobre un caldero y era muy amigo de aventurillas internacionales –como la de la embajada de Ruy González de Clavijo al rey Tamerlán de Samarcanda–, accedió a las pretensiones del francés y le otorgó los derechos de conquista sobre todo el archipiélago.
Entre 1402 y 1405 Bethencourt se las arregló para vencer a los indígenas de Lanzarote, Fuerteventura y El Hierro de un modo un tanto caótico. Los normandos eran pésimos conquistadores, pero gente muy apañada para otros menesteres. Se ocuparon hasta de dejar por escrito los avatares de la conquista en un libro, el Le Canarien, redactado por dos frailes. Una vez hecho esto se enemistó con su socio, Gadifer de la Salle, y volvió a Francia dejando las islas en manos de su sobrino Maciot de Bethencourt.
Maciot no tardó mucho en cansarse de vivir en el fin del mundo y vendió los derechos de conquista a un noble castellano, el conde de Niebla, que se los traspasó a su criado, un tal Fernán Peraza el viejo, cuyo linaje terminaría echando raíces en el archipiélago. Entre dimes y diretes de los Peraza, lo que quedaba de los Bethencourt y alguna que otra incursión de los portugueses la conquista se detuvo durante setenta años. La Gomera no hizo falta invadirla por la fuerza, sus habitantes llegaron a un acuerdo pacífico con los castellanos que se establecieron en ella.
En La Gomera, los abusos de los Peraza sobre los indígenas fueron tantos y tan sonados que los gomeros, gente de mucho carácter, que se silbaba de valle a valle y no toleraba ciertas licencias que se habían tomado sus recién llegados vecinos, se sublevaron varias veces. La última a causa de un amorío. Fernán Peraza el joven, nieto de aquel que se quedó con el pastel del normando, se enamoró perdidamente de una aborigen llamada Iballa. Hupalupo, el padre de la gomerita, enterado del asunto, puso en pie de guerra a toda la isla. Peraza fue sorprendido en plena faena y un pastor de nombre Hautacuperche lo remató de una lanzada. Bien empleado le estuvo porque su mujer, no Iballa sino Beatriz de Bobadilla, la legítima, se tuvo que refugiar en la Torre del Conde, donde casi pierde la isla y el pellejo. Y todo por un calentón de un marido déspota y rijoso.
Las cosas vendrían a cambiar radicalmente en 1478, una vez Isabel de Castilla, la Católica, hubo ventilado sus asuntos pendientes con Juana la Beltraneja y su aliado Alfonso V de Portugal. Ese año la Reina decidió culminar de una vez por todas la conquista de las Canarias, que llevaba dos generaciones en punto muerto. El 24 de junio de 1478 Juan Rejón desembarcó en el noreste de Tamarán, que es como los indígenas llamaban a Gran Canaria. Vencidos los isleños de la zona aseguró la posición y fundó el Real de Las Palmas, es decir, Las Palmas, que es hoy ciudad y puerto principal de las islas. Rejón, sin embargo, no supo avanzar y, como buen español, se lió a palos con sus compañeros de conquista acabando mal lo que había empezado bien.
La Reina, informada de que la campaña no marchaba bien, envió a Pedro de Vera, un jerezano de armas tomar que ganó la isla en sólo dos años. El 29 de abril de 1483 los últimos indígenas; 600 hombres y 1.500 mujeres y niños, se rindieron al conquistador. Otros, como el guerrero Bentejuí y el faycán de Telde no pudieron sobrellevar la derrota y se despeñaron por un barranco según mandaba la tradición local. Al llegar la noticia a Castilla, la reina católica, visiblemente emocionada dio orden de que [...] aquesta, mi ínsula de Canaria, sea llamada Grande". Esta es la razón por la que Gran Canaria es grande sin ser, geográficamente, la más grande del archipiélago.
Ya sólo quedaban dos islas, Achinet (Tenerife) y Benahuare (La Palma), las más correosas y antipáticas, las que más vidas y disgustos habían costado a Castilla. Alonso Fernández de Lugo, uno de los mejores generales de Pedro de Vera, se encaprichó con las islas y pidió permiso a Isabel para conquistar lo que quedaba. La Reina aceptó gustosa el ofrecimiento otorgándole los títulos de Adelantado y Capitán General de las Costas de África. Fernández de Lugo era uno de esos hombres que son todo mala leche y ambición, no muy diferente de Cortés, Pizarro o cualquiera de los españoles que, una generación más tarde, cambiaron la cara a un continente entero.
Como sabía que los indígenas de Tenerife, los guanches, eran muchos y duros como piedras, su plan consistió en apoderarse primero de La Palma y, desde allí, preparar la invasión de Tenerife con más calma. El 29 de septiembre de 1492 desembarcó en Tazacorte y firmó un acuerdo con los palmeros que le eran favorables. Los que no lo eran tanto se echaron al monte con el hacha al hombro. Aprovechándose de la endemoniada orografía de la isla, se acantonaron en la Caldera de Taburiente, donde no había manera de echarles el guante. Fernández de Lugo, que no era ni tonto ni suicida, antes de jugarse el tipo batiéndose el cobre en los bosques de La Palma, se avino a negociar. Invitó al jefe rebelde, Tanausú, a firmar una ventajosa paz en los Llanos de Aridane. Entonces le engañó. Cuando el confiado benahorita descendía de las alturas de la Caldera mando que le apresasen. Fue enviado a Castilla para que no la volviese a armar y, de camino, se dejó morir de hambre.
El camino a Tenerife quedaba expedito, o, al menos, eso es lo que creía el Adelantado Fernández de Lugo. En abril de 1494 desembarcó en Santa Cruz con una impresionante tropa de 2.000 infantes y 200 jinetes. Nunca antes se había visto nada igual en la conquista de las islas que, hasta el momento, había sido algo más de andar por casa. Los guanches rebeldes, que eran todos los del norte de la isla, capitaneados por Bencomo, el mencey de Taoro, vieron venir a la tropa castellana y la emboscaron en el barranco de Acentejo. Los castellanos fueron sorprendidos en un lugar donde su caballería tenía poco o nada que hacer. Fue una carnicería. Fernández de Lugo, malherido por la lluvia de piedras que les había caído encima, salió por piernas y abandonó la isla.
De la matanza de Acentejo el capitán castellano había sacado dos lecciones: que los guanches no iban a negociar jamás, y que, si quería vencerles, tenía que llevárselos a terreno llano, donde los caballos y las armas de fuego harían todo el trabajo. Lamidas las heridas y con nueva tropa, de Lugo desembarcó en Tenerife al año siguiente con 1.200 hombres, caballería y artillería. Esta vez llevó a sus tropas hasta los llanos de Agüere donde Bencomo, en un error fatal, salió a recibir a los castellanos a pecho descubierto con su hacha de piedra como único armamento. La derrota guanche fue total. Hasta el propio mencey se dejó la vida en el campo de batalla.
Pero los guanches que quedaban con vida no se dieron por vencidos. Hambrientos, vagando sin rumbo por las montañas de la isla y abatidos por los infinitos recursos que poseían los castellanos, presentaron batalla por última vez cerca del barranco de Acentejo, el mismo que tanta fortuna les había traído en el pasado. Pero esta vez de Lugo no se dejó sorprender. Colocó la caballería a los flancos y, antes de que los guanches cargasen, les soltó una letal andanada de pólvora. Era el día de Navidad de 1495 y la Edad de Piedra daba su último jadeo en la isla de Achinet. Bentor, hijo de Bencomo, ante lo inevitable de la derrota se dirigió a la ladera de Tigaiga y desde allí se despeñó.
Meses después Benitomo, el último mencey de Taoro, aceptó la rendición incondicional en la Paz de Los Realejos. Para entonces la población indígena era ya víctima de un enemigo tan mortal como invisible: la modorra, que es como los invasores bautizaron al tifus que se habían traído de la península, y al que ellos eran inmunes desde niños. La biología terminó de conquistar las Canarias y fue tanto o más poderosa que los arcabuces de los capitanes españoles. Los guanches y su cultura neolítica desaparecieron de la Historia. Fueron víctimas de su aislamiento y atraso. Duele decirlo, pero poseen el dudoso honor de ser el primer pueblo aniquilado por el expansionismo europeo. No veo necesario remarcar que no sería el último.
Las islas, por su parte, fueron españolizadas y convertidas en una parte más de Castilla, la más meridional y exótica. Durante siglos sus puertos acogieron a todas las flotas que se dirigían a América, incluida la de Colón, que se detuvo en La Gomera. Luego vendría la caña de azúcar y el ron, el asedio en el que Nelson perdió el brazo y las haciendas plataneras, los braceros que ponían rumbo a América y los turistas alemanes sedientos de sol, el vino de malvasía y las papas arrugadas, Galdós y Los Sabandeños. Las islas Canarias son, por méritos propios, el pedazo de España más peculiar y genuino. Imperturbable en la soledad del océano.