La historia es la siguiente. En 1987, la aprobación de la Nuclear Waste Policy Act suposo la elección de Yucca Montain, en Nevada, como futuro emplazamiento de un almacén geológico profundo donde deberían enterrarse los residuos nucleares derivados de la actividad de las plantas energéticas del país en el futuro a mayor plazo posible. El almacén debería estar operativo en 2025 y contaba con la aprobación de algunos de los más prestigiosos geólogos del mundo como un lugar suficientemente seguro para albergar basura radiactiva durante unos cuantos cientos de miles de años. En realidad, medir la efectividad de estos emplazamientos en miles de años, cientos de miles de años o millones de años es una pequeña falacia. Primero porque derivar el asunto a un plazo imposible de comprobar no parece una medida especialmente científica. Pero, sobre todo, porque es sabido que el "problema de los residuos" es un problema cambiante. Cuanto más tiempo pasan confinados menos peligrosos son y más fácil es tratarlos. Ninguna política basada en plazos de cientos de miles de años presenta una mínima garantía de continuidad. Si algo hay seguro en temas nucleares es que, mucho antes de cumplirse tamaño plazo, la ciencia habrá avanzado lo suficiente para ofrecer una alternativa más razonable. A menos que el mundo se haya encaminado irremediablemente hacia la estupidez, en cuyo caso el panorama de una fuga nuclear no sería, precisamente, la peor amenaza.
Sea como fuere, las autoridades estadounidenses obligaron a los científicos a dictaminar unos niveles de seguridad para el emplazamiento de Yucca compatibles con la larguísima vida de los actínidos derivados del combustible gastado en las centrales.
La verdadera razón de la elección de Yucca Montain fue, como se verá, política. En condiciones similares de seguridad se hallaban otros emplazamientos en Texas y Washington, estados hogar del entonces vicepresidente George H. W. Bush y el portavoz de la Casa Blanca Jim Wright. Huérfana de apoyos tan poderosos, Nevada se convirtió en la candidata ideal para dar cobijo a la basura atómica de la Nación.
Cobijo que, por cierto, se hizo imprescindible por otro escrúpulo político. Y es que en 1976 el presidente Gerald Ford prohibió por ley el reciclado de residuos radiactivos. Al principio de los años 70, la idea generalizada de los científicos era trabajar en nuevos métodos de reutilización del plutonio y el uranio resultantes del desgaste del combustible de los reactores. El óxido de uranio (que supone más del 95 por 100 del volumen de residuo) puede ser tratado para convertirlo en base de un nuevo combustible con lo que se reduce en cada uso la necesidad de almacenamiento y la peligrosidad de los restos. El problema es que el otro factor reciclable, el plutonio (que en realidad supone un porcentaje ridículo) puede ser utilizado para generar bombas atómicas. Al menos ése era el temor que subyacía en el inconsciente colectivo del mundo en plena Guerra Fría. Ford decidió evitar los terrores ciudadanos optando por los enterramientos definitivos de combustible usado, condenando al país a buscar un paraje para albergarlo y perdiendo el tren del reciclado que hoy es una alternativa más que estimable.
Así las cosas, una cascada de decisiones políticas condicionó el devenir de la basura radiactiva estadounidense y, en buena medida, de la de todo el planeta. Yucca Mountain se convirtió en el espejo en que otros muchos países querían mirarse para decidir el futuro de sus propios residuos.
Ahora, la política y, en mayor medida, la economía, vuelven a dar una vuelta de tuerca. Barack Obama ha decidido bloquear el presupuesto destinado por el Gobierno para la finalización de las obras del depósito de Yucca. Con ello, en palabras del secretario de Estado para la Energía, Steven Chu, el enterramiento geológico "queda fuera del tablero de operaciones". Tras 22 años de estudios científicos y técnicos, Estados Unidos deberá volver a empezar a plantearse el futuro de su basura atómica y, un problema a todas luces resuelto, vuelve a aparecer en el mapa de los miedos antinucleares. Es cierto que el fin momentáneo de la financiación no supone necesariamente la revocación de una ley que de momento obliga a todos los gobiernos posteriores a 1987. Pero parece evidente que el giro ofrecido por Obama es poco menos que irreversible. Y con ello, seguro, el aliento que tomará el hasta ahora menguante, extenuado y carente de argumentos lobby antinuclear.