Menú
SIBARITISMOS

Turismo urbano: Granada

El verano no es vulgar en sí mismo. Es cierto que el calor disipa la disciplina, favorece la molicie y dispara la horterada. Hay unas cuantas soluciones para huir de las masas descamisadas que se extienden como una pandemia por las plazas playeras. Podemos viajar al hemisferio sur y disfrutar del verano plagado de nubes y precipitaciones de Buenos Aires.

El verano no es vulgar en sí mismo. Es cierto que el calor disipa la disciplina, favorece la molicie y dispara la horterada. Hay unas cuantas soluciones para huir de las masas descamisadas que se extienden como una pandemia por las plazas playeras. Podemos viajar al hemisferio sur y disfrutar del verano plagado de nubes y precipitaciones de Buenos Aires.
O realizar un estupendo viaje pasado por agua allende los Pirineos. Pero también en España cabe la oportunidad de disfrutar del turismo urbano. Para quienes la playa nos parece un lugar inhóspito y la montaña demasiado primitiva. Para quienes anhelamos el asfalto, los edificios de más de dos plantas y un cielo nocturno ensuciado por la contaminación lumínica, hay ciudades que merecen, más allá de una superficial visita de turista accidental, que nos instalemos en ellas con la actitud de un ciudadano transitorio pero no por ello menos esencial.

Junto a las grandes, en el sentido aristocrático, ciudades del Norte –San Sebastián, Santander, La Coruña–, en el profundo Sur hay un lugar que destaca por ser un enclave privilegiado entre el mar y la montaña, con visitas culturales de calado, una oferta gastronómica más allá del trillado populismo y ese sabor cosmopolita que sólo tienen aquellas en las que la Universidad, aún en verano, deja su impronta. Granada es el destino perfecto para los que deseen compaginar la alta cultura con el consumismo desenfrenado. O alternar en un mismo espectáculo con el guiri despistado, el aflamencao de piel de aceituna y el indígena burgués malafollá. 

Lo primero, naturalmente, es el alojamiento. Desde establecimientos céntricos y lujosos –sobre todo la joya de la corona de la red de Paradores, el San Francisco, situado junto al Palacio de Carlos V–, a hoteles familiares con encanto y vistas extraordinarias como el Arabeluj, pasando por la posibilidad de alquilar un apartamento en el Albaicín, el barrio que se eleva en la colina de enfrente a la Alhambra, para disfrutar desde su terraza de uno de los monumentos más bellos de la creación (parece emerger naturalmente el palacio nazarí del bosque que lo rodea).

Del coche mejor olvidarse. La ciudad está en obras con un empeño que haría palidecer de envidia a Ruiz Gallardón. Lo mejor es alquilar un scooter, un segway, una bicicleta o, aún mejor, patearse la ciudad, que es pequeña pero matona por sus empinadas cuestas, siguiendo los cauces del Genil y del Darro que traen el agua de Sierra Nevada. Naturalmente hay que visitar la Alhambra y el Generalife preferiblemente de noche, pero son igualmente necesarias aunque mucho más humildes la visita a la casa de campo propiedad de los Lorca y al museo dedicado al pintor José Guerrero. Los Lorca vivían en una casona a un par de kilómetros de la ciudad, aunque los edificios han terminado rodeándola como unos salvajes sioux a una resistente caravana de cuáqueros. Las huertas originarias de la vega granadina han sido sustituidas por un gran parque en el que juegan los niños a los columpios y los mayores a la petanca, las guiris toman el sol en el césped y los deportistas corren su perímetro al amanecer y al atardecer. La casa solariega se ha mantenido con orgullo limpio y, además de comprar las obras completas de Lorca en pequeños libros bellamente editados, podemos admirar el equilibrio luminoso del salón, la coqueta cocina y, sobre todo, su dormitorio en el que se conserva la cama y el gran pero sobrio escritorio en el que Federico compuso gran parte de su obra, sobre todo la teatral, cuando descansaba los veranos en una intensa actividad creativa.

En Granada, claro, se vive un culto a Lorca, a veces mero negocio, en ocasiones excusa para cobrar deudas que aún escuecen. En la Plaza de la Romanilla está a medio construir el edificio que albergará su Fundación y en el Generalife todos los años por estas fechas se organiza un gran espectáculo de danza y cante inspirado en él. Parece inevitable caer en el cliché del duende, el gitaneo y el acento andaluz forzado. Así la obra de este año, Poema del Cante Jondo en el Café de Chinitas, representa al Lorca putrefacto y folclorista que criticaron Dalí y Buñuel cuando lo llamaron "perro andaluz". Sin embargo, es recomendable visitar los conciertos de flamenco que se celebran en El Corral del Carbón o subir al Sacromonte, a disfrutar de una sesión de cine bajo las estrellas, entre chumberas y jazmines.

Junto a una de las calles en las que el comercio brilla con más intensidad –perderse de compras por las calles Mesones, Recogidas o Zacatín es una satisfacción capitalista al alcance de todas las carteras, sobre todo en época de rebajas– la joya cultural escondida de la ciudad es el Centro que guarda la obra del pintor granadino José Guerrero. Acondicionado en lo que fue la sede del antiguo periódico estatal Patria, junto a la Capilla Real, la visita merece la pena tanto por la restauración del edificio en sí –columnas de hierro, techos altísimos, pared de ladrillo visto– como, claro, por la obra luminosa, sencilla y diáfana del artista granadino que compartió visión con Pollock y Rothko en el Nueva York expresionista de los años 50 y 60. En esta semana, mientras los habituales del Resentimiento Histórico volvían a protagonizar un espectáculo entre rancio y cursi conmemorando el terrible asesinato del poeta más genial de la Generación del 27, resulta adecuado y delicado acercarse a contemplar La brecha de Viznar, la interpretación rotunda y doliente que hizo el pintor sobre la tragedia de su paisano. Negro y rojo trazan un abismo de tinieblas y muerte encajonado por dos llamaradas de blanco fulgor, como dos disparos.

Granada es una urbe acosada por una zona metropolitana de pueblos sin mayor interés que la estrangulan a la vez que la dinamizan. Pero con la playa y la alta montaña a media hora en coche gracias a la autovía recién terminada, las playas de Motril quedan tan cercanas como el pico del Veleta al que hay que llegar por una carretera de montaña ahora fácilmente transitable al escasear el tráfico. Aún así es posible subir a la estación de Pradollano para pasear a caballo o elevarse con el telesilla hasta la misma cima, en la que disfrutar los días claros de la visión del mar a lo lejos, imaginando el chapuzón que uno se va a dar apenas una hora después.
0
comentarios