A fuerza de leerla poco, yo imaginaba una Espido Freire prosilírica, brumosa, frasilarga y friolenta. O sea, lo contrario de lo que espero en una novelista del género criminal: electrizada, abruptófila, blanca, negra, roja y oscura.
En realidad, yo esperaba de Espido Freire lo contrario de lo que espero de Raúl del Pozo, a quien me niego a definir como “un prosista de raza”, porque no sé de qué raza son los prosistas de Cuenca. Barrunto que de la misma que sus vecinos de Teruel, y me consta que la aperreada humanidad de esas sierras calcinadas es, a fuer de española, inextricable. Raúl ha escrito varias novelas buenas y una superior, la primera “Noche de tahúres”. Su primer intento en el género negro fue “No es elegante matar a una mujer descalza”, más “nouvelle” que novela. Era, por supuesto, elegante, pero sin entusiasmo. Cuando uno tiene el don de sorprender escribiendo cada día no es fácil que se encele con un género de reglas tan férreas. Sólo como reto absurdo puede aceptar el envite. Y absurda fue aparentemente su elección de esta novelista para escribir a medias una novela policíaca en la zona veraniega del suplemento “Campus” de El Mundo. Como Raúl ya es una figura y, en ese género bronco y brillante, una apuesta segura, le ofrecieron distintas colegas, cuyo nombre injusta y despiadadamente ignoramos. Y él, en un ataque de omnisciencia que no siempre exhibe en política, eligió a Espido Freire.
La fórmula de la novela era sencilla: Raúl escribía el primer capítulo, Espido continuaba con el segundo, cada uno iba suministrando al otro en sus entregas nuevos personajes, matices curiosos, derivas de la investigación, teclas que tocar y cuerdas para ahorcarse. Y al llegar al capítulo número treinta, llamado trigésimo antes de Solana, Fin. En realidad, eso garantiza un plomo a dúo, una pareja de huevos fríos pasados por agua, un divertimento bastante Plus o una sonata para cuatro manos regalada por Telepizza y patrocinada por Gallardón. Banalidad en celofán.
Sin embargo, Raúl traía entre manos un personaje soberbio, de su carne y de su sangre, Ángel Pareja, un policía lleno de mataduras cuya única filiación política es la del Real Madrid. Y como alter ego, o ego altera, Ana Izarra, la clásica niña bonita, de Prada y ordenador, ante la que no se pueden defender los polis machacados por la vida, aunque no totalmente muertos. La fórmula narrativa es muy sencilla: cada capítulo impar cuenta la historia desde el punto de vista de Pareja y el capítulo par que le sigue, tal y como lo ha visto Izarra. Por una parte, se busca un paralelismo sutil que no resulte redundante. Por otra, se trata de que la acción fluya a través de ese doble punto de vista. Si me lo explican después de decirme que la mitad de la novela la escribe Espido Freire, todavía me hubiera parecido más inverosímil. Eppur...
La novela es excelente. No pasable ni potable. A mi juicio, excelente. Con dos personajes que podrían dar para muchas novelas y que podrían funcionar perfectamente en televisión. Con dos prosas, dos estilos que han sabido trabarse sin estorbarse. Con dos escritores de registro muy amplio, en los que están muy bien definidos los papeles. En el masculino, el ataque y el desengaño. En el femenino, la defensa y la esperanza. En Pareja, una desventura aventurera. En Izarra, una forma aventurada de echarse a perder. La clave de este sorprendente éxito de calidad, no sé si de ventas, está, sin embargo, en el empaste que al fondo del óleo, a la consistencia del trazo, a la enjundia del color, sabe darle la aprendiza, consciente de su papel y en rebeldía contra él, del mismo modo que Pareja es consciente de todo lo que lo separa del bollicao policial, empezando por el jefe, y lo mucho que irremediablemente lo acerca a él. La vida, que manda mucho.
La trama, situada en el Madrid de ahora mismo, es convencional pero actual, una fórmula propia de la novela negra moderna que siempre confiere una pátina de novedad a lo que no es ni debe ser sino descripción de la actualidad. La víctima es una chica bien, convertida en bellísima muerta, cuyo cadáver aparece en un escenario violenta y perturbadoramente sexual, desde el tinte pubiano hasta los ritos funerales del crimen. Una compañera de piso extraña, mejor definida como personaje a partir de la mitad del libro, sobre todo en los capítulos firmados por Espido Freire, y una serie de muchachos, hombres, machos y macarras componen el friso investigable por Pareja e Izarra, con las interferencias político-burocrático-sexuales que también caracterizan al género policial , sobre todo en su vertiente americana, desde Thompson y Ellroy a Connally y Connolly. El desarrollo de la investigación es coherente, razonable y siempre sabe a poco en lo que se refiere a los sentimientos de los investigadores, que es otra de las claves del éxito del género desde sus orígenes, cuando el muerto era sólo una excusa para que se luciera Sherlock Holmes. O Poirot. O Maigret. O Mc Cualquiera.
Si he de buscarle algún defecto, confieso que no me gusta demasiado el título: “La diosa del pubis azul”; acaso demasiado explícito, más propio de película o de teleserie que de novela negra, aunque fuera de verano. Tampoco creo necesaria la serie de dibujos de Ulises Culebro, de calidad, pero que ya no tienen la mágica función estética de las novelas policiales de ambiente inglés o de la “Pulp fiction” norteamericana. A cambio, la foto de los dos autores en la contraportada es soberbia, elocuente, irresistible. Ahí están los protagonistas de la serie. Ahí la cara y la cruz de estos dos escritores llamados a no escribirse nunca. Ahí tiene en bandeja la industria del entretenimiento, la posibilidad de muchos libros y películas entretenidos. Por pistas, no quedará.
MUJERES QUE CUENTAN CRÍMENES: Minette Walters – Jodi Compton – Patricia Cornwell – Patricia MacDonald – Mary Higgins Clark – Donna Leon – Anne Perry (1) – Anne Perry (2) – Sue Grafton – Bárbara Seranella – Jenny Siler – Batya Gur