Lo segundo que hago es escurrir bien las sardinas, es decir, quitarles casi todo el aceite, a veces todo, depende de lo que quiera hacer con ellas. Lo más sencillo, desde luego, es no hacer nada más que cortar un trozo de pan y hacerse un bocadillo. Pero hay más cosas.
Me encantan las sardinillas en aceite, tal cual, en compañía de unas papas cocidas y un aire de cebolla de verdeo, cebolleta tierna, en rodajitas finas. En este caso suelo regar las papas con un hilo de aceite virgen y sólo unas gotas del propio aceite de las sardinas. La combinación es deliciosa y, si es su gusto, pueden refrescarla con unas gotas de jugo de limón.
Pero es que las sardinillas en aceite dan para más. Por ejemplo, para una sabrosísima tempura. Ya saben ustedes que la tempura es un plato, una fritura, procedente del Japón, donde llegó en el siglo XVII de la mano de los misioneros portugueses; ahora nos lo devuelven.
Pongan en un cuenco de cristal 150 gramos de harina de trigo, normal. Añadan una yema de huevo y vayan incorporando, poco a poco y trabajando bien la mezcla, dos decilitros de cerveza rubia. Tienen que llegar a conseguir una consistencia untuosa. Por otro lado, batan la clara, con unas gotas de limón, a punto de nieve, e incorpórenla a la mezcla anterior con mucho cuidado y trabajando siempre de abajo arriba.
Hecho nuestro particular 'koromo', que es como se llama esta pasta de freír, abriremos la latita de sardinillas; tomaremos las que nos hagan falta, las escurriremos concienzudamente para que no les quede aceite -lo mejor es ponerlas sobre papel absorbente de cocina- y las pasaremos por harina, pero muy ligeramente: no se trata de rebozarlas con eso.
Así las cosas, vayan sumergiendo las sardinillas en la pasta de freír, para que, ahora sí, se rebocen en ella. Tengan en la sartén aceite de oliva bien caliente, y vayan friendo las sardinillas con su rebozado. Cuando adquieran un apetitoso tono dorado en su exterior, repitan la operación de desengrasado sobre una nueva hoja de papel absorbente.
Y cómanselas en la propia cocina, a mano, o llévenlas al comedor inmediatamente, porque aunque pueden comerse frías sin ningún problema están mucho más ricas recién hechas. Son un aperitivo delicioso, que se lleva muy bien con un vino blanco joven y fresco o, por qué no, con otra botella de esa misma cerveza rubia que hemos usado para preparar nuestro rebozado, servida bien fría digan lo que digan los puristas.