Desde entonces y hasta la llegada de los Borbones, en 1714, cundió el pesimismo y el espíritu crítico, patente en la literatura de entonces (véase la “España inteligible”, de Julián Marías). Ese pesimismo, cuya expresión más patente fue la flagelación propia con la Leyenda Negra, se quedó ya con nosotros en estado más o menos latente, pese a la que dinastía borbónica supuso un renacer político, social y económico de la España peninsular y de ultramar. La siguiente gran crisis fue la invasión napoleónica, en la que los afrancesados fueron los exponentes de ese pesimismo sobre la incapacidad de España para reformarse a sí misma. El pueblo español, espontáneamente (pues el estado se había derrumbado) hizo frente a la invasión, lo que demostró que había un sentimiento de identidad nacional, pero también que había que reconstruir un estado. El XIX español fue un continuo intento de instaurar un sistema político integrador y estable; no totalmente exitoso, por la impericia general, pero también por el sectarismo de los más intransigentes.
En 1874, el estrepitoso fracaso de la Primera República abrió un espacio para la prudencia y el realismo, virtudes no muy excitantes, pero que fundamentaron la Restauración, la cual logró ¡por fin! la integración de las principales fuerzas políticas en el juego parlamentario dinástico. No hubo represalias y fue aceptada por todos los republicanos, salvo los pocos que se exiliaron como Ruiz Zorrilla y Salmerón. Pero el pesimismo que había alimentado al intento de república federal, el pesimismo radical que negaba una mínima validez al pasado de España, seguía enquistado en algunos espíritus, que volvieron a sus cuarteles a esperar el momento de atacar frontalmente aquel régimen “ramplón”, “prosaico”, que revitalizaba “la mugre” de siglos de historia infamante. Uno de los centros de especial mimo en cultivar esa semilla purista de odio y desdén fue la “escuela” krausista de Giner de los Ríos, cuyas ideas ya tuvieron su papel entre los políticos de la primera República. Es curioso que un grupo de vocación tan elitista y minoritaria alcanzara un influjo tan decisivo en los acontecimientos críticos. Pues, como cuenta J. M. Marco en su biografía de Giner, esa era una de sus características más acentuadas: el elitismo, la formación de minorías selectas influyentes, la desconfianza hacia las masas... En suma, un espíritu elitista y purificador aparentemente suave pero, aunque no exento de un vago misticismo laico, radical en su odio al pasado de España y su catolicismo.
Al pasar los años, este espíritu iba a estar fuertemente imbricado en la generación que en 1931 iba a tomar el poder.
Es cierto que los políticos de la Restauración pecaron de grave ineficacia, pues desdeñaron asumir problemas que mucho no estaban seguros de que fueran propios de un estado liberal, pero que ciertamente reclamaban una solución. El principal era la educación, especialmente la erradicación del analfabetismo, endemia que alcanzaba al 70% de la población. Claro que para Giner y los suyos eso no era tampoco un tema de su incumbencia.
La Restauración comenzó a tambalearse en la crisis de 1898. Unos y otros sacaron en procesión, de nuevo, la leyenda negra. No es casual que en 1913 Julián Juderías publicara su libro, un noble pero baldío intento de demostrar la falsedad de la leyenda y de incluir a España en las “normalidad” de los países de su entorno europeo; un intento que con igual nobleza hará, 70 años después, Julián Marías, en su hermoso libro antes citado. Cobraron gran vuelo también los sentimientos nacionalistas y, cómo no, el movimiento marxista, autoexcluido del moderantismo parlamentario en España. En otras palabras, surgieron diversas fuerzas con un fin común: la destrucción del Régimen, sin reflexionar por un momento si era reformable o no, lo que algunos grandes políticos como Maura propugnaban. Bien puede decirse que esas fuerzas actuaron de común acuerdo en todas las crisis para derribar el sistema (la Semana Trágica, que acabó con Maura, la huelga de 1917...), siempre apoyados frívolamente por la oposición dinástica liberal, que buscaba sustituir al gobierno de turno.
¿Era reformable la Restauración? La reforma del franquismo lograda en España en 1977, o la de los países del Este sobre el comunismo, prueban que si la clase política es responsable, todo régimen es reformable o sustituible por otro sin violencia. Luego, si la Restauración se quebró, fue porque desde 1898 se pusieron en juego fuerzas de derribo que jamás quisieron colaborar en la reforma pacífica del régimen. Y lo que es más grave, en ello tuvieron un papel destacado políticos supuestamente moderados, como Cambó, e intelectuales infalibles, como Ortega, apoyados por los medios de comunicación más prestigiosos, sin que faltaran campañas internacionales y eventual injerencia de potencias extranjeras. ¿Algo parecido a lo de nuestros días?
La caída de la Restauración y la venida de la República fue una operación técnicamente ilegítima, pues no fue refrendada más que por unas elecciones municipales de dudosa significación, y que además dieron la mayoría a los partidos dinásticos. Fue, en términos muy actuales, una ruptura – y no una reforma– dirigida por políticos e intelectuales sin experiencia, cuyo principal activo era su virulencia contra la monarquía. El espíritu de ruptura es patente en el elitismo y desdén que destilan las obras de esa generación, desde Ortega a Azaña, pasando, cómo no, por Prieto y Largo; pero también de personajes más moderados, como Besteiro, o Fernando de los Ríos, criados ambos en la escuela de Giner, y cuya incorporación al PSOE simboliza la conexión del purismo krausista con el marxismo más simplista, inadaptable y sectario.
Salta a los ojos la semejanza que presenta esta recurrente historia de intransigencia radical con el intento de las izquierdas, en los años 1977-78, de imponer la ruptura frente al proyecto de reforma de las derechas, que finalmente fue refrendado por la inmensa mayoría ciudadana. Con un sentido de la responsabilidad de penúltima hora, los políticos de la izquierda antifranquista acabaron por aceptar – no sin protestas y reservas– el aliento reformista de la Transición. Sin embargo, como era de temer, poco duró ese sentido de responsabilidad de aquellos políticos y sus sucesores, cuando a los pocos años vuelven a mostrar sin recelo su renovado afán destructor. Son herederos de una larga tradición de odio, siempre dirigido contra lo mismo: nuestro pasado. Y es que, al fin y al cabo, la respetabilidad la han ganado ellos, como decía recientemente Stanley Payne.