Un paraíso en el que el 52,2% de los ciudadanos votaron, el 24 de octubre de 1994, contra la incorporación a la Unión Europea, y donde el 24 de octubre de 1945 fusilaron al criminal de guerra Vidkun Quisling, cuyo apellido perdura como sinónimo infamante del político local que sirve al invasor extranjero.
Queda, sin embargo, en pie la idealización de la policía desarmada, que obviamente no está en condiciones de impedir el asesinato de 77 inocentes. ¿Es este el modelo a imitar? La realidad circundante invita a pensar que la respuesta debe ser negativa.
Una lapidación metafórica
El 30 de julio pasado se conoció la noticia de que el primer ministro turco, Recip Tayyip Erdogan, había lapidado –metafóricamente, claro está– a la cúpula militar de su país, última barrera capaz de impedir que la marea islamista ahogue a la república laica kemalista. Esto no parece importar a algunos de nuestros formadores de opinión teóricamente enrolados en la corriente liberal. Al día siguiente del putsch contra los militares turcos kemalistas, el editorial de La Vanguardia se titulaba: La ultraderecha, una amenaza, aserto con el cual todos estaríamos de acuerdo en un ciento por ciento si no fuese porque los chivos expiatorios son... "Merkel, la canciller alemana, y Cameron, primer ministro británico" quienes "también están echando leña al fuego" cuando "concluyen, tal vez por razones electorales, que el multiculturalismo ha fracasado ante el fenómeno de la inmigración".
¡Con los "estigmas arrojadizos", a los que me referí en un artículo anterior, hemos topado! El editorialista no se conforma con atribuir la lúcida reflexión de los dos estadistas a utilitarias "razones electorales", sino que alude a "los grupúsculos de extrema derecha que se benefician de unas corrientes de opinión que juegan con las emociones de los electorados inmersos en un clima de crisis". El editorialista vería la viga en el ojo propio si recordara la irresponsabilidad mayúscula en que incurre su diario cuando echa leña al fuego y estimula, por razones que él conoce, pero que difícilmente serán electorales, la balcanización de España y las emociones secesionistas de sus lectores. Emociones que se alimentan de elementos peligrosamente irracionales. Más respeto, pues, con Merkel y Cameron, que no se desarman, ni intelectual ni físicamente, a la hora de defender nuestra civilización. Comparados con nuestros minúsculos demagogos, que el editorialista sobrevalora, los dos estigmatizados son gigantes de la política liberal.
Los otros negacionistas
En el mismo diario, la columnista Remei Margarit esgrime un arma de doble filo cuando aboga por la proscripción de los partidos de extrema derecha. Escribe:
Ya sería la hora de que los discursos xenófobos e intransigentes no pudieran entrar en ningún parlamento. No es suficiente con que se cumplan algunas formas, sino que es conveniente ahondar en los discursos e ideologías para poder ponerles fuera del juego democrático y así poder defender la democracia con toda la fuerza de la ley.
¿Se aplicaría esta legislación represiva a los comunistas, a los secesionistas, a los que imponen la inmersión monolingüe obligatoria desobedeciendo los imperativos legales?
Jean-François Revel tiene, como siempre, la respuesta (La gran mascarada):
Los negacionistas pronazis son sólo un puñado. Los negacionistas procomunistas, legión. En Francia hay una ley (la Ley Gassol, nombre del diputado comunista que la redactó y que, como se puede comprender, sólo ha mirado los crímenes contra la humanidad con el ojo derecho) que prevé sanciones contra las mentiras de los primeros. Los segundos pueden negar con toda impunidad la criminalidad de su campo preferido. Hablo no sólo del campo político, en singular, sino también de los campos de concentración en plural: el gulag soviético de ayer y el laogai chino, hoy en plena actividad, con sus miles de ejecuciones sumarias anuales, que, por otra parte, no son más que los principales modelos de un tipo de establecimiento consustancial a todo régimen comunista.
Todavía hay en el mundo partidos, como el español o el francés, que ostentan la marca "comunista" sin que les avergüence el martirio de cien millones de víctimas que acompaña a dicha marca.
La progresía comprensiva
Otra visión sesgada, con la consiguiente invitación al desarme unilateral y suicida, la encontramos en el artículo "Noruega después del terror", que Kristian Berg Harpviken firma en La Vanguardia. Su argumentación, que ofende la memoria de las 77 víctimas de Breivik y de todas las otras de los terroristas religiosos y políticos, huele a rancio:
La propia naturaleza de la vida conlleva estar expuesto al riesgo y, además, convivir con el riesgo, circunstancia –por cierto– que las medidas de seguridad adoptadas a nivel internacional después del 11-S no siempre tomaron en cuenta. Tales medidas han entrañado enormes costes sociales y financieros e incluyeron amplios dispositivos de vigilancia y control; asimismo, acarrearon el quebrantamiento de principios jurídicos fundamentales y, en último término, pudieron provocar brechas en el tejido étnico y religioso de la sociedad.
La progresía universal tiende a ser comprensiva con los terroristas del Tercer Mundo, sean éstos islámicos o no, alegando que no hacen más que reaccionar frente a los tormentos que les han infligido las potencias coloniales y los privilegiados occidentales. Sin embargo, parece existir un factor aún no identificado que genera corrientes de empatía entre algunos miembros de la élite intelectual y el terrorismo puro y duro, cualquiera sea el extremismo que lo provoca. Fue el caso del refinado novelista Gore Vidal, quien, tras el 11-S, se encarnizó retrospectivamente con el presidente Jimmy Carter porque éste había endurecido la legislación antiterrorista después de que Timothy McVeigh, fanático ultraderechista, cometiera el atentado de Oklahoma City en el que murieron 168 personas, incluidos 19 niños de una guardería. Vidal despotricó contra el presidente George W. Bush por su política antiterrorista pero agregó, a continuación:
Bill Clinton es especialmente culpable (...) Es el creador del gatillo de un Estado policial que su sucesor, mientras escribo, se está disponiendo a apretar. ¿Un Estado policial? ¿De qué estamos hablando? En abril de 1996, un año después del atentado de Oklahoma, Clinton firmó una ley antiterrorista en la que intervinieron muchas manos sucias, incluidas las de Dole, copatrocinador y líder de la mayoría del Senado.
El complejo reptiliano
Los terroristas, a todo esto, están muy complacidos con el discurso de quienes admiran a los policías desarmados de Noruega y de quienes escarban en el subconsciente de los asesinos para indagar qué trauma social o familiar puede haberlos empujado a matar. Y les divierten las controversias en torno de los textos cuyo contenido puede generar una mayor propensión al fanatismo homicida. El observador ecuánime se limita a reflexionar, en cambio, sobre la medida en que influye sobre el comportamiento de los individuos su paleoencéfalo o complejo reptiliano, que según el científico Paul MacLean conserva en el ser humano las funciones propias del dinosaurio: comportamiento agresivo y territorialidad. Así, la Biblia puede ser fuente de inspiración para la Madre Teresa o Torquemada; el Corán para Averroes o Ben Laden; la Ilustración para Voltaire o Robespierre; el marxismo para un socialista fabiano o un estalinista; las leyendas nórdicas para un Wagner o un Hitler. Todo depende de la mayor o menor preponderancia del complejo reptiliano. Con un poco de paciencia también se puede rastrear el instinto de territorialidad que nace del paleoencéfalo en un militante del secesionismo vasco o catalán.
La tiranía de la opinión
En fin, queda en pie el problema de la presión social, que últimamente impone el pensamiento único a través de los mecanismos de la corrección política, reforzados por los estigmas arrojadizos intimidatorios. Un autor de probada lucidez escribió al respecto:
No basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si fuera posible, a impedir la formación de individualidades originales (...)
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual: encontrarlo y defenderlo contra toda invasión es tan indispensable a una buena conducción de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político.
¡Toma ya! ¿Y quién es este neocon insolente que arremete contra la opinión mayoritaria y políticamente correcta? ¿Acaso colabora en The Wall Street Journal de Murdoch? Pues no. Se trata de un fragmento de Sobre la libertad, del venerable John Stuart Mill, publicado en 1859. Y no obstante su inquebrantable e insobornable compromiso con el ideal de libertad, John Stuart Mill tampoco habría comulgado con las tesis sobre las virtudes de los policías desarmados que nos endilgan los progres despistados. Ni tolerancia con los intolerantes, ni libertad para los liberticidas, amonesta el gran maestro de liberales:
La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás (...) La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás.
Los protectores necesarios
John Stuart Mill avala, desde la distancia cronológica, y desde una perspectiva puramente teórica, la negativa a desarmar el aparato defensivo de nuestra sociedad. Salman Rushdie está mucho más próximo y su experiencia personal le permite impregnar sus juicios de un contenido eminentemente práctico. Entrevistado por John Carlin (La Nación, Buenos Aires, 23 de mayo de 1999), explicó:
Uno de los aspectos que ha cambiado es, hablando con franqueza, mi actitud hacia la policía, mi relación con ella. Nunca había estado especialmente de acuerdo con lo que hacían las fuerzas del orden. Pero lo que ha ocurrido a lo largo de estos años es muy, muy interesante. Por supuesto, he aprendido mucho más sobre los cuerpos de seguridad del Estado, comprendo mucho mejor las cosas que hacen y simpatizo más con algunas de ellas. Mi opinión sobre el terrorismo, por ejemplo, es mucho más personal; así que cuestiones a las que antes podía oponerme, como la cláusula británica que permite la detención de sospechosos, ahora no me parecen objetables. Sé que esas leyes se crearon, ante todo, para combatir al IRA, pero resultan útiles en otros contextos y me da la impresión de que, en un futuro próximo, las actividades de contraterrorismo van a centrarse cada vez menos en los irlandeses y más en los terroristas de otras partes del mundo.
Por supuesto, ahora defendería la ley británica para la prevención del terrorismo, mientras que antes seguramente la habría atacado (...) Siempre he pertenecido a grupos de defensa de los derechos civiles, pero creo que el caso concreto del terrorismo internacional es un problema al que, como no interfiere demasiado en la vida diaria de la gente, es fácil quitarle importancia. Cuando en realidad ahora que sé más de ello, es importante. Es una amenaza omnipresente. Un problema que crece. He ido entendiendo estas cuestiones y eso ha modificado mis ideas políticas (...) He recibido una educación sobre lo que ocurre en la realidad. Y para mantener y conservar todo lo que valoramos es precisa esa protección, necesitamos a esos protectores.
Ya está todo dicho. Los necesitan incluso los frívolos y los quislings en potencia que abominan de nuestra civilización, porque tanto los asesinos de ultraderecha y ultraizquierda como sus colegas yihadistas odian a estos elitistas sofisticados y, cuando toman el poder, se deshacen de ellos. ¡Que no nos cojan desarmados, por el bien de todos!