Fieles a nuestra visión estructuralista de la Historia, conviene dejar sentado que todos los fenómenos violentos del planeta obedecen a la existencia de una superestructura creada por las fuerzas capitalistas para explotar los recursos del planeta en beneficio de unos pocos, mientras se mantiene voluntariamente en el subdesarrollo a miles de millones de ciudadanos y ciudadanas del tercer mundo, usados prácticamente en régimen de esclavitud.
La monserga capitalista insiste en que extender las bondades del sistema a los países pobres es la única forma de hacer que despeguen y alcancen grandes cotas de bienestar. En su virtud, el neoliberalismo intenta poner en juego su maquinaria perversa, trasladando sus fábricas a los continentes subdesarrollados para que los ciudadanos y ciudadanas de allí se dediquen a producir bienes de consumo, en lugar de continuar rindiendo tributo a sus tradiciones ancestrales. Cuando un campesino artesano de Centroáfrica deja el arado de madera y sus rituales a los dioses de la cosecha y se pone a fabricar zapatillas Nike, algo tuyo se quema. El multiculturalismo, las culturas milenarias y la rica sabiduría atávica que tan brillantes argumentos proporciona al National Geographic, se ven constantemente amenazados por el utilitarismo de un sistema opresor que sitúa el beneficio económico en la cúspide de sus objetivos.
El ejemplo más palmario lo tenemos en la región del sudeste asiático, tal vez la zona en que la penetración del capitalismo de occidente ha sido más intensa. En países como Singapur o Corea del Sur, los ciudadanos y ciudadanas han visto elevarse su nivel de vida al mismo ritmo que crecían las desigualdades sociales. Ahora hay ricos, clases medias y obreros cualificados, mientras que antes de que las factorías de las multinacionales aterrizaran por aquellos pagos, todos eran saludablemente igual de pobres. ¿Es justificable ese abandono de los sanos principios de una sociedad igualitaria, sólo por poder gozar de vivienda, luz eléctrica, agua potable, escuelas, hospitales, universidades, coches, ordenadores, rascacielos y un McDonald's a la vuelta de la esquina? ¿Por qué insistimos en convertir a esos pintorescos países en colectivos decadentes como nuestras sociedades occidentales? ¿Quiénes somos para exportar al inocente tercer mundo las terribles lacras de nuestro sistema?
Las causas de la injusticia mundial son extremadamente complejas, pero a efectos de nuestro estudio podemos resumirlas en tres: Estados Unidos, Israel y José María Aznar López. Los americanos buscan ampliar su imperio económico a todos los rincones del planeta. Israel, por su parte, es el virus inoculado en el oriente próximo para extender la decadente democracia liberal a las robustas sociedades islámicas. Y Aznar, por su parte, no sólo acabó en España con los catorce años del primer felipato, los más gloriosos de nuestra Historia en todos los órdenes, sino que desde el principio se mostró un firme defensor del corrupto principio yanqui-hebraico, según el cual, los movimientos de liberación nacional que no tienen más remedio que recurrir a las acciones armadas para reivindicar su derecho a existir, han de ser reprimidos como si tratara de grupos terroristas sin más.
Si dejamos el mundo a merced de las fuerzas del mercado, corremos el serio peligro de acabar con el valioso multiculturalismo que nos ha sido legado por la Historia. Por tanto, se impone actuar cabalmente para alumbrar un nuevo orden mundial que respete la diversidad, el etnicismo, la singularidad cultural del planeta y de paso organice la vida humana en torno al sagrado principio del igualitarismo. En pocas palabras, hacer del mundo una unidad de destino en lo progresista.
Para ello es necesario, ya lo habrán adivinado, la creación de un organismo mundial que redistribuya adecuadamente la riqueza. Este órgano tendría como único cometido trasvasar recursos del primer mundo a los países pobres hasta que la Tierra sea un remanso de igualdad. Al frente de esta organización supracontinental ha de ponerse a alguien cuya solvencia, desprendimiento, altísima moralidad y vocación solidaria, le invistan de una autoridad ética incuestionable. Por ejemplo yo mismo. Naturalmente, a los agentes oficiales de esta organización deberá procurárseles una vida lujosa. No por el mero disfrute de placeres mundanos, sino por una elemental cuestión de ornato de la autoridad. De esta forma, los anhelos de paz infinita, solidaridad multiétnica y fraternidad universal se verán cumplidos, se acabarán las guerras, todos seremos iguales, los judíos serán arrojados al mar y la humanidad será eternamente feliz. Y yo seré rico, que como explicamos en el capítulo tres, no es precisamente el menor de los fines para los que uno se embarca cuando decide hacerse progresista doctrinario.
CURSO ACELERADO DE PROGRESISMO: Cambio de paradigma: ¡A Rebuznar! – Para democracia, la de mi tocayo Fidel – Redistribuyendo, que es gerundio – Grandes instituciones solidarias: la SGAE – El glorioso cine español – Arte contemporáneo e ignorancia burguesa.