Por aquel entonces en los confines occidentales del gran imperio islámico la fe se había relajado bastante. Pasados los primeros siglos de expansión, campañas victoriosas, conversiones en masa y conquista tras conquista, los fieles de lo que hoy es el Magreb y el tercio meridional de España, empezaron a pasarse el Corán y la ortodoxia religiosa por el arco del triunfo, que para algo antes de moros habían sido romanos.
Los alfaquíes, una especie de santones moros siempre observantes del cumplimiento de las buenas costumbres, observaban atónitos el proceso, al parecer irreversible, de decadencia moral y pasaron a la acción. Uno de ellos, Abdalá Ben Yasin, un contrito ulema maliquí muy estudiado en las madrasas, se puso a predicar por las ciudades del Atlas. Con muy poco éxito. La gente no le hacía demasiado caso y, como criticaba a los poderosos, terminaron echándolo a patadas. Buscó refugio en un "ribat" (fortaleza) bereber donde, poco a poco, con paciencia y un Corán, emulando al mismo Mahoma, se hizo con un pequeño grupo de incondicionales.
Al cabo de unos años de fanáticas prédicas en las que Yasin clamaba por la vuelta a la pureza del Islam original, ese grupo, al que llamaban Al-Murabitum (los hombres del ribat), creció sin cesar. Llegaron a ser tantos que Yasin se planteó la posibilidad de hacer con el sable lo que no había conseguido hacer con la lengua. Pero él era un simple ulema, un estudioso, un hombre de mezquita, cabezazo y ablución, así que buscó un militar, un tal Abu Bakr, para que llevase a buen puerto sus planes bélico-religiosos.
En el año 1036 los Al-Murabitum tomaron la ciudad de Sigilasa, que es por donde entraban las caravanas de camellos cargadas de oro africano. Contaba ya con las dos cosas que hacen falta para construir un imperio: voluntad de conquista y dinero que la financie. A Abu Bakr le sucedió su sobrino, Yusuf Ben Tasufin, que se encargó de someter todas las ciudades de Marruecos y de fundar una nueva, Marrakech, que sería la capital.
Los Al-Murabitum, o morabitos, que es como se les conocía a este lado de la frontera, observaban los preceptos del Corán al pie de la letra. Iban vestidos de negro riguroso, tapados de cabeza y pies con una abertura a la altura de los ojos. Llevaban una vida dura, consagrada a la guerra y a la oración sin dar cuartel en ninguna de las dos cosas.
Eran puritita virtud, justo lo contrario de los reyes moros españoles, que gobernaban las taifas desde suntuosos alcázares dándose la vida padre, rodeados de cortesanos, poetas, músicos y bailarinas de los siete velos. Entregados a los placeres mundanos, bebían vino, mantenían concurridos harenes poblados por cristianas rubias y lustrosas y, para evitar los problemas, mandaban embajadas, oro y marfil a los usurpadores monarcas cristianos que, palmo a palmo de tierra, les habían birlado media Al-Andalus.
Allí, en la España arrebatada al Islam, a orillas del padre Tajo, saliendo a cazar por los montes cercanos cuando el día salía bueno y despachándose un cochinillo a solas en el alcázar cuando salía malo, vivía Alfonso VI de León y Castilla, hijo predilecto de la vieja estirpe goda que sólo tres siglos antes había salido en estampida para esconderse tras las montañas cantábricas. Alfonso era el hombre del momento, el español de moda, espada de herejes, martillo de Roma. Luz de Trento todavía no porque a Lutero le quedaba mucho para nacer y el concilio aún no se había convocado.
En el otro lado, en el de los perdedores, se encontraba el sevillano Al Mutamid. Era uno de esos reyes moros dedicados full time al harén, a la bodega y la poesía, pero angustiados por lo intratables que se habían puesto los cristianos desde que el califato se había ido al garete en el año 1031. Temiendo que Alfonso se armase de nuevo de valor y le diese por saltar sobre Sierra Morena y liquidar la taifa, pidió el auxilio de Ben Tasufin. Éste respondió capitaneando un gran ejército que, en la península, se uniría con los de Sevilla, Granada y Badajoz, que ya habían convocado por su cuenta la yihad desde todos los minaretes de Al Andalus.
En 1086, sólo un año después de la reconquista de Toledo, el ejército musulmán y el de Alfonso VI, se encontraron junto al Guadiana, en Sagrajas. La derrota cristiana fue absoluta. Los que quedaron huyeron despavoridos hacia el norte para defender Toledo de la previsible embestida islámica. Esta nunca se produjo. Poco después de la batalla llegó hasta Badajoz la noticia de que el hijo de Tasufin acababa de morir en Ceuta. El victorioso general lo dejó todo para volver a África y la alianza islámica se disolvió tan rápido como se había formado.
Dos años después, repuesto del luto, Ben Tasufin estaba de vuelta en Al Andalus. Esta vez tenía pensado dar el golpe de gracia a Castilla en su flanco oriental, en el castillo de Aledo, un enclave cristiano en mitad de la taifa de Murcia desde donde se armaban expediciones de castigo contra las tierras musulmanas. En esta segunda ocasión Ben Yasufin se dio cuenta de dos cosas: que los cristianos no eran tan fáciles de vencer como creía, y que Al Andalus era un desastre con las taifas yendo cada una por su lado, peleándose continuamente y más proclives a fastidiar a la taifa de al lado pactando con los cristianos que a unirse por la reconstrucción del califato y la grandeza de Alá.
Como así no se iba a ninguna parte, decidió anexionarse Al Andalus entero. Se olvidó de los incordiosos cristianos y fue, uno a uno, conquistando todos los reinos moros incluyendo el de Baleares, que le pillaba un poco a trasmano. Algunos, caso de los moros de Albarracín, que eran duros como una piedra, se resistieron varios años hasta que, en 1110 toda la España musulmana volvió a estar unificada.
Los almorávides, "más feos que Satán" a decir del poeta, le dieron la vuelta a los degenerados usos sociales andalusíes. Se prohibió la música y la poesía, se persiguió a los judíos y a los pocos cristianos mozárabes que iban quedando. Las iglesias fueron derribadas, las vides arrasadas, los harenes menguados en tamaño y calidad. Los alfaquíes, antes ninguneados, recuperaron su papel de policías religiosos, de jueces y parte en todos los litigios. Cualquier desviación era severamente castigada, generalmente con la muerte por decapitación, a latigazos o mediante amputación de un miembro. Todo era, según decían, por estar a buenas con Alá, que sería quien en última instancia les daría la victoria sobre los infieles.
Pero los infieles no estaban por la labor de ceder ni un palmo de la tierra que les había costado tantos siglos recuperar. A pesar de todos sus esfuerzos, ni Ben Tasufin ni su heredero, Alí Ben Yusuf, pudieron nunca reconquistar Toledo y fueron completamente incapaces de sacar de Valencia a Rodrigo Díaz de Vivar, un caballero andante cuya figura se había convertido en leyenda entre moros y cristianos. Obsesionados con la pétrea resistencia de los castellanos y los leoneses, se olvidaron de que, pegado a las faldas de los Pirineos, había otro reino cristiano bastante peleón, el de Aragón, que acababa de reconquistar Huesca.
Su rey, que también se llamaba Alfonso, el que "veynte nueve batallas vençió", aprovechó el despiste y se plantó delante de los muros de Zaragoza con intención de hacerla suya. Había conseguido una bula de Cruzada y el apoyo militar de Gascuña y de algunos condes catalanes. El sitio duró nueve meses hasta que el 18 de diciembre de 1118 la capital del Ebro cayó como una fruta madura. Más al sur, en la inmensa madrasa en la que se había convertido Al Andalus, lo que cayó en picado fue la popularidad del Gobierno almorávide.
Los morabitos, que tenían a mal traer a la gente con tanto celo religioso y tanto latigazo, no valían ni para conservar una de las principales plazas andalusíes. Dos años después de la caída de Zaragoza empezó la rebelión en la misma Córdoba. Alfonso de Aragón, envalentonado, se internó en territorio enemigo hasta Granada saqueando a su antojo y reclutando mozárabes por el camino que se llevó consigo para repoblar las fértiles vegas del Ebro. El poder almorávide se vino abajo con una rapidez pasmosa. Los que poco antes se paseaban victoriosos con sus prietas túnicas y sus cimitarras afiladas como el estoque de un torero, cruzaron el estrecho como alma que lleva el diablo.
Allí se encontraron con otros más fanáticos que ellos, los almohades, que se habían apoderado de Berbería defendiendo una visión de Islam aún más radical y rigorista. Los morabitos desaparecieron de la historia a la misma velocidad a la que habían llegado. Nadie les echó de menos.