Aunque no nos conozcamos, o a pesar de conocernos, cada día encuentro varios correos de cada uno de ellos en mi bandeja de entrada, siempre con información relevante sobre uno u otro aspecto de la política y la historia nacionales e internacionales. Tengo que agradecerles, a los cuatro, lo más sustancioso de no pocos de mis artículos. Información e ideas.
No son bloggers. Ni siquiera son periodistas o escritores en el sentido estricto de esos términos. Podrían, y seguramente deberían, ser todas esas cosas, porque escriben bien y saben seleccionar el material que desborda en internet. Pero son una especie particular, quizá la pionera en la comunicación por la red: son mailers, autores de correos para la ilustración general; porque, desde luego, los mensajes que me llegan a mí, llegan también a cientos de otras personas que ellos tienen en su libreta de direcciones y que, como yo mismo, reenviarán al menos una gran parte de lo que reciben al encontrarlo de interés.
Sé que en el plano científico sucede lo mismo que en el político. He hecho la experiencia con Esteban Lijalad, Roberto Cook o Luis Anastasía, que me han proporcionado generosas observaciones y material sobre temas como el cambio climático o el petróleo, como he hecho constar oportunamente.
He hecho mis cuentas de la vieja, unas cuentas muy conservadores, sobre la base de la extensión de mi propia libreta de direcciones, y sé que, con que sólo una décima parte de los destinatarios del correo de los mailers lea, aunque sea de manera oblicua, estas cuatro personas desempeñan, en su ámbito, el papel de un periódico de referencia, cosa que Juan Luis Cebrián definió con precisión hace años: "Un periódico de referencia es aquel que, leído a diario con cierta atención durante cinco años, proporciona al lector el equivalente informativo de una licenciatura humanística."
Cuento todo esto por varias razones. La primera es que siento que les debo a estos amigos un homenaje y la Revista de Agosto de LD, que mantiene los artículos en portada durante una semana, es un buen espacio para ello.
La segunda es que ellos demuestran que, en un mundo desesperado por la falta de comunicación (y no me refiero sólo al del día de hoy: hace cuarenta años, Antonioni y Bergman ya hacían obras maestras sobre el tema de la incomunicación) y por la escasez cultural, no todo es mala hierba. Siempre hay cuatro hombres justos llamados a llevar la carga del mundo, como los perdidos en el bosque de Fahrenheit 451, cada uno con el fragmento de algún libro memorizado para que el pasado no se pierda a pesar de la furia pirómana de los bomberos al servicio de la política del Gran Hermano, o como los copistas de los conventos medievales a los que debemos la preservación de una porción significativa de la cultura de la Antigüedad. O como ese desconocido Per Abat que nos legó el texto del Cantar de Mío Cid.
La tercera es que el mailer cumple hoy, de acuerdo con la tecnología de la que disponemos, el papel que en el proceso de la Ilustración cumplieron no sólo los publicistas como Voltaire o D’Alembert, devenidos editores por necesidad ideológica, sino también los anónimos libelistas, justamente temerosos de represalias, y los divulgadores, en ocasiones igualmente anónimos: con su esforzada tarea dieciochesca esa gente logró que el XIX viera, en 1862, el fenómeno de Los miserables de Victor Hugo: en un París que apenas empezaba a hacer la experiencia de la instrucción pública, de la mano de Victor Cousin y Amadeo Jacques se vendieron cincuenta mil ejemplares tan pronto como el libro salió de la imprenta. El mailer es un ilustrado de la época de la red. Es cierto que los acompañan infinidad de imbéciles empeñados en dar a conocer falsos textos de Borges o de García Márquez en deplorables y melosos pps, pero son fáciles de eliminar y su público no es el del saber: el pps es una herramienta empleada mayoritariamente para llegar a los que no leen, y no todos son huecos: por ejemplo, en los últimos días circularon unos cuantos bastante ilustrativos sobre la situación en la China de las Olimpiadas.
La cuarta razón tiene que ver con la actual política cultural, la de los gobiernos, las oposiciones y los intelectuales: la política que ha conseguido que sólo se reúnan en mi ordenador cuatro o siete personas cuyo esfuerzo, coordinado con criterio empresarial, bastaría para hacer una publicación estupenda. Sabemos, o coleccionamos saberes, queremos difundirlos y no nos conocemos: vivimos en distintas ciudades, aunque todos en el mismo país, pero no nos reunimos jamás. Y no hablo de reuniones físicas, que también, sino de encuentros virtuales entre todos, perfectamente posibles. Un texto en internet no tiene por qué funcionar como la botella lanzada al mar que es un libro, y aun el camino de los libros puede cambiar y está cambiando gracias a la inclusión en cada volumen de un sitio web del autor, que no es sólo un espacio para la publicidad, sino también para la comunicación personal. No obstante, la cantidad de cartas que recibo a causa de mis artículos publicados digitalmente no guarda la menor proporción con las que recibo por un libro, que son contadísimas. Si el empeño de los poderes consiste en separarnos, nuestro deber es reunirnos: no somos espectadores pasivos, sino ciudadanos con conciencia de tales y en pleno ejercicio de nuestros derechos, de los cuales el de la libre expresión no es el menor, al menos desde 1776.
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