Además, tengo una historia privada, familiar y porteña: una de las últimas frases que pronunció mi padre antes de morir en Roma, en 1964, fue: "Por favor, ponedme un disco, un tango, un tanguito..." Y esa es una de las pocas cosas que conservo de la tradición familiar; a mí también me gustan los tangos, pero los tangos de verdad, o sea, Carlitos Gardel.
Pero no estoy hablando de eso, sino de la relación estrambótica que tienen los argentinos –bueno, muchos argentinos– con el peronismo, Juan Perón y "Santa Evita". Hasta tal punto llega la cosa que la candidata que tiene mejores posibilidades de ser elegida presidenta, la esposa de Kichner, una tal Fernández, o Rodríguez, se declara la reencarnación de Eva Duarte y eso funciona hasta en La Moncloa, cuando algo así debería considerarse como una locura peligrosa para el sentido común y el pragmatismo, eso que reivindica tanto Ruiz Gallardón, el alcalde que quiere ser diputado y que me parece muy bien que lo fuera, pero no del PP sino del PSOE.
Porque el peronismo fue eso, una locura peligrosa, aunque sea cierto que el primer periodo de la dictadura de Juan Perón no fue tan sangriento como otras dictaduras latinoamericanas como, por ejemplo, la de Casto en Cuba. Si cito a Castro es porque tiene la culpa de que, de la noche a la mañana, la izquierda latinoamericana y su sucursal europea, que criticaban a Perón, se convirtieran en peronistas, ya que el Líder Máximo declaró que Perón era de izquierdas, puesto que era nacionalista. Lo mismo dice Otegi, pero dejémoslo por ahora.
El peronismo fue sangriento en su segunda época, no la de Evita, sino la de Isabelita, en la que Argentina vivió una guerra civil bastante peculiar, porque quienes se mataban a más no poder eran todos peronistas: montoneros peronistas contra antimontoneros peronistas. Todos, en nombre de Perón y del nacionalsocialismo –o nacionalsindicalismo–, se asesinaban furiosamente. Se me dirá que en Irak, Afganistán, Pakistán, etc., también los musulmanes se asesinan entre sí a más no poder, pero en Buenos Aires eso no se considera de sentido común, mientras que el peronismo sí lo sería. Incluso se le considera progresista y todo.
Bien sabido es que el Ejército zanjó la cuestión, por así decir, e instauró lo que se puede calificar de dictadura militar. Son cosas que ocurren, y no sólo en Argentina, Lo es que es tal vez más singular es el final de ese régimen. Habiendo declarado las Malvinas territorio nacional, las ocuparon, lo que produjo la consabida respuesta militar del Reino Unido, cuya primera ministra era entonces la "Dama de Hierro", Margaret Thatcher, que derrotó al ejército argentino. Entonces, los coroneles de la Junta se rasgaron las vestiduras, se acomplejaron y dimitieron por voluntad propia, y no por disturbios ni por tremendas revueltas callejeras. Conozco pocos ejemplos semejantes.
Desde entonces Argentina vive lo que sabemos, o mejor dicho, lo poco que sabemos por la prensa europea. Alternan la inflación estelar con la corrupción mafiosa; la huida de capitales, hasta en camiones, con maletines venezolanos; las carantoñas políticas a Hugo Chávez y Evo Morales con buenas relaciones aparentes con Washington, Brasilia y México DF. Pues eso, que los argentinos son políticamente gente rara o, si lo prefieren, peronistas.
Y el más raro y peronista de todos es Tomás Eloy Martínez. No he leído sus novelas, alguna de las cuales creo que ha obtenido el premio Alfaguara; algo lógico, pues se trata de una propina. He leído, eso sí, artículos suyos y he hojeado pero no leído, porque me fue imposible, sus Novela de Perón y Santa Evita, que me dieron náuseas.
Pero, de pronto –bueno, en realidad hace unos seis meses–, leo en nuestra Ilustración Liberal un artículo de Horacio Vázquez-Rial de homenaje a Tomás Eloy Martínez. Considero a Vázquez-Rial un tupo cojonudo; entre otros motivos de simpatía, señalaré sus esfuerzos por publicar un libro En defensa de Israel en un momento en el que las masas árabes, los partidos de izquierda, el fantasmal Parlamento Europeo y la crema y nata de los intelectuales, como Mario Vargas Llosa, Edgar Morin, Claude Lefort y mil más, despotricaban contra Israel y el energúmeno de Sharon (aún en coma, menuda tragedia). Pues Horacio, de pronto, se muestra y demuestra argentino y escribe las cosas más inverosímiles sobre las madres, los padres ausentes y los cadáveres ambulantes de la realidad argentina, magníficamente representados, según él, por Tomás Eloy Martínez.
Yo lo siento, pero a mí Tomás Eloy Martínez me parece un papanatas y el peor de los escritores argentinos que cita Horacio. Pero claro, yo no sólo no soy argentino, sino que jamás he entendido cómo se podía ser peronista, esa mediocre versión de la clásica dictadura militar y populista latinoamericana. Y no me parece totalmente honesto mezclar en el cóctel de las supuestas glorias argentinas a San Martín, a "Santa Evita" (puta Evita, más bien), a Juan Perón y a Jorge Luis Borges, cuando se ha leído lo que éste escribió sobre la dictadura peronista.
Me encontraba yo en este estado de incomprensión absoluta ante ciertos rasgos específicamente argentinos del delirio progre mundial cuando leí el miércoles 15 de agosto en El País un artículo del suave forajido Tomás Eloy Martínez que me parece esclarecedor. Yo ya había escrito que los intentos del Imperio Santillana-PRISA por convertir la muerte de Polanco en un evento internacional, como la muerte de Stalin, habián fracasado, porque si bastantes escribieron, lo hicieron con desgana, en prosa administrativo-funeraria, sin la menor emoción, como si fuera una siniestra obligación para seguir cobrando. Hasta que llegó el argentino, él que se las sabe todas sobre las putas-santas y los dictadores y que realizó, por fin, el Retrato de un editor en serio.
Llegaron así los violines que faltaba, las Nibelungen y el bandoleón; este "fiambre" de Martínez lo tiene todo, hasta mentiras. Porque si se lee que Polanco "rompió de un año para el otro las vallas feudales del franquismo", cualquier lector puede imaginarse que el difunto fue un militante antifranquista de primera categoría cuando fue todo lo contrario, un franquista que fingió ser otra cosa después de la muerte, sepelio y (casi) olvido del generalísimo. Siempre en busca de la plusvalía. Pero sacarle a Walter Benjamín para afirmar que Polanco era su modelo de editor no es ya ni tango, ni siquiera milonga.
Lo dicho, los argentinos son gente rara. Y Tomás Eloy Martínez un lameculos profesional.