Una semana después del desembarco en Normandía una extraña bomba autopropulsada cayó sobre el centro de Londres causando la muerte de ocho civiles. Se trataba del último invento de los ingenieros del Reich, la Vergeltungswaffe-1 o V-1. Su nombre lo decía todo, significaba "arma de la venganza".
Los aliados se encontraban ya en el continente, avanzando con lentitud a través de Italia y el norte de Francia. Habían vencido a la Luftwaffe en el aire y estaban haciendo retroceder a la Wehrmacht en tierra, pero contra esta nueva generación de armas no tenían contramedidas. Aunque las V-1 no eran más que una pieza de artillería lanzada desde una rampa a la que habían colocado un reactor encima, no había manera de defenderse de ellas.
Eran muy difíciles de abatir por su velocidad y su pequeño tamaño. Los ingleses se las vieron y se las desearon para frenar este nuevo tipo de guerra aérea en el que el enemigo no daba la cara ya que los proyectiles estaban diseñados para volar mediante un sistema de guiado automático. Se idearon todo tipo de contramedidas, desde globos que extendían cables aéreos hasta persecuciones con los aviones de la RAF, que las interceptaban y trataban de hacerlas caer a tierra antes de que llegasen a Londres.
En sólo tres meses el programa V-1 había cosechado mejores resultados que toda la Batalla de Inglaterra que pilotos alemanes e ingleses habían sostenido a principios de la guerra. El mejor modo que se encontró para neutralizar las letales V-1 fue avanzar por la Francia ocupada para capturar las bases de lanzamiento. Hitler, sin embargo, se reservaba un as en la manga. Según se iba haciendo más y más difícil lanzar V-1 sobre Inglaterra, ordenó que se pusiese en marcha una versión mejorada de la misma, la V-2, una auténtica arma-milagro que, aunque no podría cambiar ya el curso de la guerra, la alargaría devolviendo la moral a los mandos del ejército.
La V-2 era, allá por 1944, un arma tan futurista e innovadora que los aliados ni siquiera podían imaginar que algo así existiese. Partía de una disciplina nueva, la de los cohetes, pura ciencia-ficción incrustada con calzador en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial. Consistía en un simple cohete de 14 metros de altura propulsado por combustible líquido con una carga explosiva situada en su parte superior.
El cohete podía despegar desde una plataforma fija o móvil en el norte de Alemania, alcanzaba una velocidad y altura sorprendente y tardaba sólo cinco minutos en llegar a su objetivo. No había posibilidad de salvarse. Las defensas antiaéreas no valían y hasta el más veloz sistema de aviso era demasiado lento. La V-2 era el arma definitiva. De haber contado los nazis con ella en 1940 el desenlace de la guerra hubiese sido muy distinto.
Detrás de la prodigiosa V-2 estaba un genio aún desconocido: Wernher von Braun, ingeniero, comandante de las SS y primera autoridad mundial en materia de cohetes. El proyecto de la V-2 lo tenía completado desde 1941, y así se lo hizo saber al alto mando, pero el Führer no estaba en aquel entonces muy interesado en él. Hitler confiaba en sus divisiones acorazadas y en su ejército de ocho millones de hombres que había puesto a Europa de rodillas en sólo un par de años. No había necesidad de sofisticaciones ni de bombas volantes que, a juicio del propio Hitler, eran simples obuses a un precio desorbitadamente alto.
En el verano del 44 las tornas habían cambiado. Alemania se retiraba en todos los frentes y había perdido la capacidad ofensiva, al menos a ras de tierra. Fue entonces cuando se reactivó el programa V-2. Von Braun recibió órdenes de convertir su revolucionario diseño en algo real. El Reich, acuciado por la necesidad, no escatimó recursos ni hombres. Los primeros llegaron en gran cantidad para acelerar la construcción, a escala industrial, de tantas V-2 como fuese posible. Los segundos sobraban en los campos de trabajo esclavo que proliferaban como hongos por toda la geografía del imperio nazi.
Para lanzarlos se escogió la base de Peenemünde, en la costa del Báltico, no muy lejos de la desembocadura del río Oder. Hoy es la frontera germano-polaca, pero entonces era el corazón de Alemania, un lugar bien defendido al que los aliados tardarían mucho en llegar. Para construirlos se buscó un campo situado en el centro del país pero apartado de las grandes ciudades. Sólo existía un lugar que reuniese esas condiciones: el campo de Mittelbau-Dora, en lo más profundo de los montes de Turingia.
Se excavó una fábrica subterránea vaciando una montaña. Los trabajadores serían los del campo más unos cuantos traídos desde Buchenwald y el propio Peenemünde. Von Braun y su equipo, entretanto, supervisarían el ensamblaje y el lanzamiento de las bombas cuyo objetivo serían, curiosamente, los aliados occidentales y no la Unión Soviética. Llegaron a fabricarse más de 5.000 en solo unos meses. Tras unas pocas pruebas el 8 de septiembre de 1944 dio comienzo la ofensiva de las V-2. Las ciudades más castigadas fueron Amberes y Londres, donde los cohetes alemanes crearon una verdadera psicosis y dejaron cerca de 4.500 víctimas mortales, todas civiles.
No era para menos. Al impactar contra el suelo la V-2 creaba un cráter de ocho metros de profundidad y unos 20 metros de diámetro. Pero lo peor no era eso, sino que no se la veía ni se la oía venir. El misil volaba a cuatro veces la velocidad del sonido y caía desde unos 100 kilómetros de altitud. El recién inventado radar sólo podía observarla durante los segundos previos a que impactase y no había modo de hacerla estallar en el aire o desviar su trayectoria.
El alto mando aliado se fijó dos objetivos. El primero localizar y bombardear todas las plataformas de lanzamiento. El segundo capturar con vida a Wernher von Braun antes de que lo hiciesen los soviéticos. El 27 de marzo de 1945 cayó sobre el sur de Inglaterra la última de las V-2 matando a una señora que estaba tranquilamente en su casa. Un mes después, el padre de aquellos portentosos misiles, Wernher von Braun, se entregó a un batallón de soldados americanos que patrullaba por las aldeas de los Alpes bávaros.
Los americanos trasladaron a von Braun y a su equipo a Estados Unidos con urgencia. Querían interrogarle y hacerle una oferta de trabajo muy especial. Estaban dispuestos a olvidar su pasado nazi y hasta que hubiese sido comandante de las SS –considerada una organización criminal– a cambio de que trabajase para ellos. Y así fue. Von Braun se naturalizó norteamericano y creo el programa de misiles balísticos cargados con ojivas nucleares. Liberado de la servidumbre militar fue contratado por la NASA donde pudo llevar a cabo el más ambicioso proyecto jamás imaginado por un ingeniero: poner un hombre en la superficie de la Luna.
Lo consiguió gracias a un supercohete, el Saturno V, cuyo diseño estaba basado en el de la V-2. El Saturno fue también, a su modo, un arma de la venganza. Sirvió para vengar a Norteamérica en el espacio, una frontera a la que había llegado tarde y mal.