Lo dicen además sin utilizar la entonación interrogativa, sino como una afirmación rutinaria que implica que el cliente agredido con semejante fórmula conoce puntualmente todos y cada uno de los manjares que atesora la carta del restaurante, por lo demás inexistente en muchos casos.
No me estoy refiriendo exclusivamente a los chiringuitos y freidurías playeras, sino a locales refrigerados con mantel de hilo y unos precios similares a los restaurantes de la Costa Azul, que en eso sí estamos homologados con las zonas turísticas de alto standing. De hecho, quiero manifestar mi cariño a muchos de estos pequeños negocios instalados en plena playa, cuyo servicio iguala, y en ocasiones supera, al que uno recibe cuando visita al tradicional emporio gastronómico en que se gasta un pico para quedar bien con unos amigos.
Cuando te sueltan un "quevaséh", antes incluso de haberte acomodado la servilleta, es normal dar un respingo en el asiento. A mí me pasa, quizás porque tengo una gran sensibilidad (y espero que el gran Luis Margol no extraiga ninguna conclusión precipitada de esta afirmación expresada un tanto a la ligera).
El problema del "quevaséh", según yo lo veo, tiene su origen en la mala imagen que siempre ha tenido el sector de los servicios en España, tierra de hidalgos y nobleza de baja cuna y donde por alguna extraña razón seguimos confundiendo la amabilidad y la corrección con el servilismo, cuestión absurda por demás, dado que nuestro principal negocio es precisamente el turismo, a cuya clientela debiéramos atender con exquisito tacto antes de meterle el rejonazo final con la cuenta de la consumición, práctica en la que también somos grandes maestros.
Uno es pobre, pero cuando va a un buen restaurante a dejarse el dinero que no tiene, quiere que, al menos en esa ocasión, le traten como un señor. Eso significa no escuchar el puñetero "quevaséh". Es que te pegan un "quevaséh" y ya empiezan a darte lástima los doscientos perifollos que te vas a dejar en la cena, así te sirvan un manjar propio de los cardenales del Medievo.
Si encima el camarero es del tipo amistoso, de esos que te tratan como si te conocieran de toda la vida y se apoyan en tu hombro mientras recitan la carta, la cosa es como para salir huyendo a cualquier comedero de hamburguesas, donde el trato al cliente es, al menos, exquisitamente aséptico. En un local de comida rápida eres un número; en el restaurante del camarero gracioso eres un pobre pelanas obligado a reírle las gracias a un sujeto que no has visto jamás en tu vida, así que puestos a elegir...
El turisteo del norte de Europa que nos visita al parecer disfruta mucho con el trato jovial de nuestros chiquitos de la calzada convertidos en meseros de ocasión. Pero se trata de la masa cutre de chancleta, cubalitro y calcetines que viene a coger una cogorza el día uno para soltarla al final de la quincena en el avión de vuelta a casa. Los ingleses, alemanes, suecos y holandeses que de verdad vienen a dejarse la pasta se recluyen en los lujosos resorts construidos especialmente para ellos y en los que el "quevaséh" está terminantemente prohibido.
Es cierto que desde hace unos años nuestra imagen como destino turístico de cierta calidad ha mejorado bastante, en gran parte gracias a los magníficos centros de formación hostelera, cuya labor de dignificación del sector nunca será lo suficientemente ponderada. Gracias a estas instituciones, el "quevaséh" es en muchos lugares una reliquia semántica que prácticamente sólo utilizan los estudiantes metidos a camareros ocasionales para sacarse un dinerillo con que invitar a pastillas al resto de la pandi. En otros, ¡ay!, sigue siendo la fórmula habitual. Por tanto, en lugar de tantas campañas subvencionadas para promover las conductas más absurdas, más valdría organizar una cruzada nacional contra el "quevaséh".
Si convencemos a Bibi Aído, esa intelestuala, de que la maldita fórmula es un resabio machista, acabamos con la lacra en cuestión de meses. Sólo es cuestión de ponerse.