Sería un idiota si esto me cogiera por sorpresa, y un mentiroso si fingiera sorprenderme. He fumado más de cuarenta cigarrillos diarios durante medio siglo. Si fueran cincuenta, ya estaría contando por encima de los 900.000: Un millón de cigarrillos tituló su libro de recuerdos Marcello Mastroianni porque era lo que estimaba haber fumado en los 72 años que vivió. Bebió menos de lo que fumó, pero murió de cáncer de páncreas. Otros llegan a la misma situación sin haber inhalado humo de tabaco en su vida, por una inclinación genética o, quizás, un accidente de programación, pero es verdad que el tabaco mata.
Fue en la presentación del libro de Mastroianni, póstuma, por supuesto, donde empecé a pensar en esta cuestión, y hablé de ella largamente aquella noche con mi querido y admirado Imanol Arias, un hombre que lo entiende todo. Hace de eso ya catorce años. Yo tenía cincuenta y había visto unas cuantas cosas, muchas de ellas de muy joven, trabajando en un hospital de oncología.
En 1983 publicó José Agustín Goytisolo el último volumen de la colección de poesía Ocnos, en la que se habían ido recogiendo los poetas de la generación del 50 española e hispanoamericana. Era un libro del gran poeta cubano Pablo Armando Fernández, que el autor había titulado en origen Aprendiendo a vivir, y que José Agustín editó finalmente, tras una larga discusión, como Aprendiendo a morir. La idea era que lo que uno aprende en la vida es a morir, entre otras cosas, porque cuando la experiencia acumulada puede servirnos, suele ser tarde.
Tengo la convicción de que, si no hay interrupciones injustas debidas a la violencia o a desviaciones accidentales del destino, la naturaleza, creación perfecta, nos prepara con el correr de los años para la muerte. Así como se ha demostrado que la percepción del paso del tiempo se acelera a partir de los cincuenta por un proceso hormonal, se demostrará finalmente que cambia en el mismo sentido nuestra noción de la vida y de su final inevitable: si a los veinte es una idea horrible, abismal, a los sesenta se considera su posibilidad como algo mucho menos tremendo, y he visto gente mucho mayor morir por decisión o renuncia o simple cansancio.
Vengo de familias longevas por ambos padres, y siempre me asombró ver cómo sus miembros vivían como si fueran a ser eternos. Uno de mis tíos abuelos maternos tuvo a los ochenta una hija, nacida el mismo año que la mayor de las mías. Quedó huérfana a los quince, como era de esperar para todos menos para el padre, incapaz de darse cuenta de que no podría cumplir por entero su cometido. Vivir como si la vida no fuese un proceso con final no sólo es un error, sino que puede hacer daño a otros. Pero la gente vive mayoritariamente así porque la muerte le da miedo.
No tengo miedo a la muerte. Ninguno. Soy agnóstico, pero he vivido según la norma pascaliana, "como si Dios existiera". No temo, pues, al juicio divino ni a la nada. Por razones culturales que no desprecio en absoluto, he nacido y moriré como católico, en la comunidad en la que fui acogido por el bautismo, despidiéndome serenamente confiado a la tradición, que puede resultar tan poderosa como la fe porque no creo en Dios, pero creo en los que creen.
Me da miedo el dolor físico. En el terrible Buenos Aires de 1973 y 1974, cuando dominaba la Triple A de López Rega, yo solía ir armado y dispuesto a disparar, tal vez al aire antes que a alguien, no porque creyera que podía defenderme de facinerosos habituados a actuar en grupo, sino para que me dispararan a su vez y me mataran, eludiendo así la consabida y segura tortura. Habría que estar tan preparado para el dolor como para la muerte, pero eso es privilegio de unos pocos elegidos por la disposición a la disciplina, como Lawrence de Arabia.
Me da miedo la miseria derivada del dolor, la vida inconsciente, la dependencia de personas o aparatos, la inmovilidad, el no valerse. Durante los diecisiete días que pasé en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, en su mayor parte sujeto a un tubo de drenaje, fui cuidado por mi familia, que sacrificó sus vacaciones y sus noches de sueño para estar conmigo. No quiero que las vidas de los demás se inviertan en mí, no es justo para nadie. Es una experiencia que ya hice. La primera vez, cuando aún no habían nacido mis hijas, superé una pancreatitis sujeto a una bomba que me vaciaba el estómago y lleno de morfina hasta las cejas. No pude decirle a nadie que no se tomara el trabajo de visitarme porque yo no me enteraba. La segunda, hace dieciocho años, tuve (o "hice", como dicen los médicos con razón) un infarto. Fue breve y leve. Ahora estoy ante un enfermedad larga, salga de ella como salga, vivo o muerto.
Esta enfermedad no es algo personal, o ya no lo es. Lo fue al principio, en su misterioso desarrollo a partir de la suma de tabaco y depresión: uno "hace" su cáncer como somatización de un estado realmente espantoso, oscuro. Pero ahora, curarlo o no es cosa que se hará por medio del saber médico acumulado por la humanidad en su conjunto, por medio de un médico que reúne todo eso y lo aplica a este pobre cuerpo mío, ignorante y en decadencia desde hace mucho.
Tengo que estar dispuesto a soportar las consecuencias de los tratamientos de quimioterapia y, tal vez, de radioterapia. El cáncer, las células perversas que lo componen, tiene que morir por envenenamiento. Me van a dar veneno, químico o nuclear, en la esperanza de que mis propias células sanas sean más resistentes que las cancerosas; pero tendrán que resistir y eso no se hace sin esfuerzo. Es por eso que no pocos de los que han superado el trance se sienten orgullosos y consideran que esa resistencia es un mérito personal, que han "vencido" a la enfermedad. En realidad, la enfermedad es vencida por el veneno que la medicina ha aprendido a elaborar. O, por el contrario, ese veneno no consigue su cometido y el mal sigue proliferando y el enfermo muere, sin tener la menor culpa. No se trata, como me han dicho muchos, de tener una visión "positiva" del problema, aunque sepamos que la depresión hace daño.
Creo que eso es todo.
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