Y es que vengo descubriendo en estos días que la hegemonía cultural de la izquierda no es sólo una cuestión de poder, sino de producción, por una parte, y de propaganda muy prolongada, por otra.
Leo ¿Qué es Occidente? de Philippe Nemo y lo primero que me encuentro es una cita de Moses Finley, el ilustre autor, marxista, de La economía antigua y otras obras mayores sobre la Antigüedad clásica. Es natural: Nemo tiene dos años menos que yo, de modo que ambos nos formamos en el mismo tipo de universidad. ¿Y cómo conseguíamos aprender algo sobre la Antigüedad? Pues con Finley, Cornford, Thompson, Mondolfo o Bianchi Bandinelli. También, desde luego, con Jaeger y Toynbee. Pero los historiadores marxistas predominaban. Y la razón no está en una elección por parte del profesorado, sino en que su obra era la única realmente existente.
¿Produjo acaso la no-izquierda (e involucro en esta definición tanto a la derecha clásica como al liberalismo) en volumen y calidad comparables? (Hablo únicamente de la academia, no del universo del arte, donde desde Picasso hasta Orozco el Partido Comunista se llevó el gato al agua: eso es puro agit-prop.) La respuesta es no. Y los aportes más recientes y más críticos con la izquierda académica tradicional vienen de personas como Martin Bernal (Atenea negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, publicado en castellano, aunque únicamente el primer volumen, por Crítica), hijo nada menos que del autor de la Historia social de la ciencia que nutrió a mi generación como cumbre del pensamiento marxista. Bernal hijo no siguió exactamente los pasos de su padre, pero acabó por confluir en su idea del Medievo griego con ese gran filólogo marxista (sobre todo filólogo, aunque se le recuerde más como cineasta o como poeta) que fue Pier Paolo Pasolini.
Se me dirá que hay un amplio pensamiento católico, y otro, igualmente amplio, liberal. Pero los clásicos de la historia y de la ciencia el siglo XX son mayoritariamente marxistas o hegelianos de izquierdas. Pasaron todos sigilosamente por encima de la tumba de Kant, que cometió la imprudencia de no sistematizar los ciclos de la historia (cosa que, desde una perspectiva ni marxista ni hegeliana, intenta igualmente Toynbee, el historiador más próximo al liberalismo).
Sólo ahora empieza a aparecer una producción importante al margen del pensamiento dominante. Citaré aquí el caso de Jean Sévillia, publicado por Ciudadela hace dos años, y que trae un bagaje crítico realmente revitalizante desde un punto de vista católico. Está, desde luego, la experiencia singular del medievalista francés Jacques LeGoff, cuyo Mercaderes y banqueros en la Edad Media es un clásico en la materia, elaborado desde el marxismo y que, en edad avanzada, al trabajar en la biografía de Luis XI, rey de Francia (obra que sigue faltando en español) , encontró el camino al catolicismo. Pero, aun en una época de abundantes conversiones como es la nuestra, se cuentan con los dedos de una mano las derivas de ese tipo.
Apelo a mi memoria, que procede de dos campos especializados, la historia del pensamiento antiguo y el medievalismo, y no consigo recordar obras principales al margen del marxismo. Ni siquiera Braudel, ni siquiera Sarraihl, y, desde luego, no Bataillon (padre: el hijo parece más discípulo de Eduardo Galeano que del gran historiador que fue don Marcelo). Por supuesto, cargamos en su día con Tuñón de Lara, un prestigio de agit-prop, pero cuando entramos en nuestros clásicos, y me refiero a Carande, Domínguez Ortiz o Artola, y no a los precedentes Pidal, Sánchez Albornoz o Castro (historiador finalmente buenista a pesar de sus aparentes fierezas, que estaría con Smiley en la alianza de civilizaciones), encuentra materialismo histórico por todas partes, no porque ellos se lo hubieran propuesto, sino porque estaba (y está) en el aire de los tiempos.
Cuando Federico Engels escribió ese librito sencillo que es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, sembró la sistematización de los modelos que alimentarían toda la centuria siguiente: los modos de producción sucesivos, el antiguo o esclavista, el feudal, el capitalista. Y no nos podemos librar de eso. Sin embargo, hay que empezar a hacer el esfuerzo, porque no habrá textos liberales mientras esa etapa no haya sido superada. Es cierto que el del feudalismo, nudo de todos los demás, es un modelo eficaz en términos didácticos, que permite construir sobre su lomo casi todo. Pero no deja de ser un modelo que sólo se realizó al completo, como bien explica el historiador marxista Perry Anderson, en algunos sitios de la Île de France, y tiene que ser sustituido en el desarrollo de los acontecimientos que cimentaron el Antiguo Régimen.
Henri Pirenne abrió en su día muchísimas puertas por las que nadie ha pasado ni parece querer pasar. Por ejemplo, su tratamiento de la irrupción del islam en el siglo VII, en Mahoma y Carlomagno, propone una lectura de Europa que sólo unos pocos han seguido, y brinda una posibilidad de interpretar las Cruzadas como lo que fueron: una lucha por la supervivencia de Occidente, con la Cristiandad a la cabeza. Lo hemos leído en la universidad, pero es cierto que el resto lo dejó semienterrado: ¿qué hacer si la bibliografía de una asignatura incluye el Mahoma de Pirenne y el Al-Andalus de Guichard? Leer los dos. Pero Guichard está sostenido por una red didáctica (en España, por los americocastristas) y Pirenne, pobrecito, aunque su obra sea monumental, está solo.
Me parece que seguiremos con estas reflexiones, ampliando y profundizando, en espera de los comentarios de los lectores.