El rey, que por entonces era Carlos I, sabiendo que sus marinos eran capaces de llegar a la especiería sin necesidad de navegar por las aguas que desde el tratado de Tordesillas pertenecían a Portugal, se apresuró a organizar un nuevo viaje que estableciera una ruta fija entre España y las Islas Molucas, un archipiélago apenas explorado pero que el emperador decidió incorporar a su recrecido imperio de inmediato.
Aunque muchos eran los que recorrían América buscando el esquivo El Dorado, las grandes remesas de oro y plata de las Indias no habían empezado todavía a afluir a la metrópoli. En lo que llegaban los metales preciosos, las especias serían una suerte de adelanto de la inesperada fortuna ultramarina que España estaba empezando a forjar a espaldas de los grandes poderes europeos de la época. Antes de que los portugueses, único competidor a tener en cuenta en los asuntos del mar, tuviesen tiempo de reaccionar desde sus bases en la India, se armó de urgencia una flota en Galicia dotada de casi medio millar de hombres, siete navíos y órdenes tajantes de ir, conquistar y volver a toda prisa para que Carlos pudiese reclamar las Molucas como propias.
La especiería española no iba a contratarse desde Sevilla, que se reservaría para el comercio estrictamente indiano, sino desde La Coruña, un puerto abierto al Atlántico, de aguas profundas, perfecto para buques de gran calado como las carracas mercantes que utilizaban los portugueses. El 24 de julio de 1525 la flota partió de La Coruña al mando de Jofré García de Loaysa acompañado de un plantel de marinos de excepción como el propio Elcano, que iba voluntario; Francisco de Hoces, que descubriría el cabo de Hornos y el hoy mal llamado Paso de Drake –mal llamado porque Drake era un pirata sanguinario, y porque Hoces se anticipó cincuenta años en el descubrimiento del brazo de mar que lleva su nombre–; o Andrés de Urdaneta, un cosmógrafo de excepcional pericia que, años después, conseguiría por vez primera hacer el tornaviaje del Pacífico, es decir, atravesarlo de oeste a este asegurando el viaje de vuelta desde Filipinas vía México. En definitiva, que cuando ingleses y holandeses llegaron al Pacífico un siglo después, se encontraron todo el trabajo hecho.
La flota se detuvo en La Gomera, hizo aguada y continuó por la costa africana hasta el golfo de Guinea, donde viró hacia América aprovechando el alisio meridional. En costas brasileñas tomó rumbo sur hasta la Patagonia. Allí, cuando la expedición se disponía a cruzar el paso de Magallanes empezaron los problemas. Fuertes temporales dispersaron los barcos condenando a las tripulaciones a refugiarse en el estrecho durante meses. La flota se separó. La Anunciada decidió continuar el viaje por el Cabo de Buena Esperanza y la San Gabriel regresó a España por la costa americana. Para rematar el panorama, la Sancti Espiritus, nao que comandaba Elcano, se hundió tras una tormenta. El resto volvieron a encontrarse para salir a mar abierto.
La reunión duró apenas unos días. El océano resultó no ser tan pacífico como se lo habían encontrado años antes Magallanes y Elcano. Frente a las costas de Chile un nuevo temporal de inusitada fiereza les sorprendió. La San Lesmes, que había bordeado el cabo de Hornos por error, se perdió en el océano y de sus tripulantes nunca más se supo. La Santa María del Parral cruzó el océano en solitario hasta arribar a las Célebes después de que la tripulación amotinada arrojase al capitán por la borda. La Santiago dio con la costa, se pegó a ella y alcanzó Nueva España, donde se encontraron con otro navío, la Florida, que iba en auxilio de lo que quedaba de la expedición principal, metida en líos con los portugueses tras su llegada a la especiería moluqueña.
Mucho antes de eso, la nao capitana, la Victoria, que había quedado aislada en mitad del Pacífico, tuvo que enfrentar una epidemia de escorbuto que en sólo dos meses se llevó por delante al piloto, al contador y a los tres capitanes que se fueron sucediendo al mando: García de Loaysa, Juan Sebastián Elcano y Alonso de Salazar. Martín Iñiguez de Zarquizano quedó al mando por votación. Podía darse por vencido y buscar el camino de vuelta que ya conocía, o cumplir las órdenes que recibió en La Coruña y tomar las Molucas. Como Zarquizano era hombre de una pieza escogió lo primero, largó velas y la Victoria puso rumbo hacia un océano inmenso e inexplorado en el que las garantías de dar de nuevo con tierra firme eran remotas.
En agosto llegaron a Guam, donde se encontraron un marino español, descolgado de la expedición de Elcano, que les saludó en perfecto acento gallego desde la canoa de unos indígenas. De las Marianas pasaron a Filipinas y de allí directos a la especiería, a las anheladas Molucas donde los marinos clavarían el pendón real y aprovecharían para hacer buenos negocios con los lugareños. Pero los portugueses se habían adelantado y conspiraron con los indígenas para sacar a los españoles de aquellas aguas. Empezó entonces la guerra más lejana que las dos naciones ibéricas han sostenido en toda su historia: a decenas de miles de kilómetros de aquí, y no por quitar o poner un rey como habían venido haciendo siempre, sino por comerciar con los indios de unas islas de las que apenas conocían superficialmente sus costas.
En auxilio de la Victoria acudió un nuevo barco con el que nos encontramos antes, la Florida, que, al mando de Álvaro de Saavedra, había enviado Hernán Cortés desde México. Españoles y portugueses se batieron con valentía defendiendo lo que consideraban suyo, pero la política de verdad no se hacía allí, sino en Zaragoza donde, en 1529, Juan III de Portugal y Carlos I de España, que eran monarcas y cuñados, llegaron al acuerdo de fijar el contrameridiano del Pacífico. Todo lo descubierto sería para Portugal a excepción de las Filipinas –que España se las guardaba en cartera para futuras expediciones–, y de las islas de un océano que todavía guardaba muchos secretos. Portugal se quedaba con su ruta de las especias íntegra adobada por los derechos sobre toda la costa asiática, mientras que España, como había hecho en Tordesillas, se la volvía a jugar apostando por lo que aún no se había descubierto.
Los restos de la expedición de Loaysa recibieron la noticia cuando la guerra la tenían ya perdida. El último capitán español, Hernando de la Torre, capituló ante el portugués Jorge de Meneses y depuso las armas. De los 450 hombres que habían salido de La Coruña dispuestos a comerse el mundo, sólo regresaban 24, derrotados, en un navío portugués que les llevó hasta Lisboa.
Portugal se hizo con el control de las especias hasta que, medio siglo después, la corona portuguesa cayó en manos de Felipe II, hijo de Carlos I e Isabel de Portugal. El tesoro especiero cayó así en manos de nuestros antepasados con algo de retraso y sin ningún esfuerzo, pero para entonces ya no interesaba tanto, las minas de México y el Perú escupían toneladas de oro y plata que convertían el clavo, la nuez moscada o la pimienta de las Molucas en baratijas sin importancia.