Era una simple atalaya, un puesto de frontera que los moros habían utilizado durante 200 años para vigilar la marca septentrional del emirato cordobés y de la taifa que le sucedió tras la implosión del califato de occidente, que es como a la morisma local le gustaba autodenominarse para no ser menos que sus hermanos damascenos y bagdadíes.
La conquista de Madrid, primera plaza fuerte de la campaña, tenía que hacerse de un modo sigiloso, sin levantar revuelo ni atraer demasiado la atención de los toledanos o de sus belicosos vecinos de las taifas zaragozana y valenciana, en aquellos momentos muy malos avenidas con los castellanos. Si lo advertían podrían chafar todo el plan reforzando la plaza o contraatacando en las sierras, que antes de ser refugio de bandoleros fueron campo de batalla.
En lugar de asediar la ciudad, encaramada a un altozano con vistas al Manzanares y dotada de respetables murallas, Alfonso se aproximó de noche en absoluto silencio. Cuando la calma que precede al sueño reinaba intramuros y todos, guardias moros incluidos, dormían plácidamente, un grupo de soldados trepó por la muralla, la franqueó y abrió las puertas al cuerpo principal del ejército, que se precipitó dentro de la ciudad, haciendo una escabechina, qué menos.
El rey, que había bajado a caballo desde Ávila para ser testigo del asalto, se quedó sorprendido al ver la agilidad gimnástica con la que los soldados escalaban por la muralla. "Anda, míralos, parecen gatos" cuentan que dijo orgulloso a uno de sus ayudantes. La frase, probablemente apócrifa, cosechó fortuna y hoy todos los madrileños somos gatos por aquella nocturna y silenciosa gesta de nuestros antepasados. De ellos hemos heredado lo primero, no lo segundo, por eso, para desquitarnos del espeso silencio de la primera hora genuinamente madrileña hacemos todo el ruido posible por la noche, no vaya a ser que vuelvan los moros y nos encuentren dormidos.
Aquella de 1083 fue la última noche del Magerit andalusí y la primera del Madrid cristiano. En esto los castellanos medievales no se andaban con bromas. Los musulmanes fueron expulsados y obligados a asentarse fuera de la muralla donde podían levantar una morería, que es como se conocía en la Edad Media a los barrios moros, hasta que la corrección política se entrometió y se les empezó a llamar aljamas. Si la vida ahí, en el arrabal, aperreados junto al río con sus humedades, sus sapos croadores y sus culebras de agua, se les hacía imposible de llevar, siempre podían coger sus bártulos y emigrar a Córdoba, que es lo que hicieron muchos cuando, en la mezquita mayor, unos frailes empezaron a tañer las campanas. Otros se quedaron, que Madrid es mucho Madrid y merece la pena hasta cuando manda el enemigo.
La pequeña comunidad judía lo celebró porque los moros les freían a impuestos mientras que con los cristianos pasaban a recaudarlos. Los mozárabes, cristianos atrapados dos siglos, varias generaciones, en tierra musulmana saltaron de alegría. Con el paso de los días descubrieron que sus hermanos del norte hablaban una lengua extraña, el castellano, un romance arriscado como las montañas cantábricas que lo habían visto nacer; o que celebraban la misa por un rito más extraño aún, el romano, una rareza traída de ultrapuertos desvinculada de la tradición goda con la que tenían que comulgar sí o sí porque en el siglo XI el papel del laicado era, digamos, bastante menos activo que en nuestros vaticanos tiempos.
A Alfonso, que había pasado un verdadero calvario para ceñirse y conservar la corona de su conflictivo reino, se le había metido en la cabeza acabar con el taifa de Toledo, el más débil de todos y, a la vez, el más apetitoso por su gran contenido simbólico. Toledo había sido Corte de los reyes godos y se encontraba en el mismo corazón de la vieja Hispania. Todos los caminos la cruzaban y, lo que era aún más importante, seguía siendo la sede de la primatura episcopal de las Españas.
Una vez en sus manos podría reclamar el reconocimiento del resto de reyes cristianos, erigirse en legítimo heredero de Rodrigo y recibir una palmada en la espalda del Papa, obligado a partir de aquel momento a declarar las bulas de cruzada que fuesen necesarias para que Alfonso –y la Santa Madre Iglesia– siguiese acrecentando sus dominios.
Con Madrid en la mano y las cosas muy claras puso sitio a Toledo al año siguiente. Los reyes moros de Zaragoza y Valencia se aliaron para acabar con él. Sin éxito dicho sea de paso. El rey de Toledo, un tal Al Qadir, cobardón y traicionero –más lo primero que lo segundo– no tenía ninguna intención de combatir así que el 25 de mayo de 1085 –este día sí que lo sabemos porque los cronistas se encargaron de dejarlo bien apuntado para la posteridad– las tropas castellanas con Alfonso VI a su cabeza penetraron en el Toletum visigodo poniendo fin a 374 años de dominio musulmán.
Los nuevos límites de Castilla quedaron fijados con la conquista de Guadalajara y Talavera de la Reina ese mismo año. Frente a esa línea imaginaria de encinares y pueblos abandonados se extendía una tierra de nadie que llegaba hasta las estribaciones de Sierra Morena. La reconquista iba sobre raíles, al menos en su parte central. Por levante, poniente y el valle del Ebro llevaban mucho más retraso. Lérida, por ejemplo, no fue arrebatada a los musulmanes hasta el año 1149 y Lisboa hasta 1147. Eso entonces no se sabía y Alfonso VI, satisfecho, contemplando desde un cigarral el encerrado meandro que traza el Tajo al pasar por Toledo, pensaba que su nieto bien podría pisar triunfante las playas de Tarifa.
Nada más lejos de la realidad. En el remoto Marrakech un tal Yusuf Ben Tasufin, un moro vestido negro de la cabeza a los pies con el Corán en una mano y la espada en la otra emprendía el camino. Le acompañaba una muchedumbre fanática que los nuestros dieron en llamar morabitos y los historiadores almorávides, que queda como más técnico y aséptico. Les había llamado el rey moro de Sevilla mientras ponía a remojar las barbas tras haber visto como se las cortaban a su homólogo toledano. Pero esta es otra historia que dentro de una semana gustoso se la contaré.