Existía por entonces una izquierda patriótica, como la del Partido Radical de Lerroux, y en el propio PSOE había sentimientos contrarios al separatismo, aunque no tanto en nombre de España como del "internacionalismo proletario", que consideraba las naciones un "atraso burgués", "reaccionarias", y tendía a un centralismo de raigambre jacobina. El internacionalismo ofrecía muy pobre cobertura intelectual a la idea de España. Lo mismo ocurría en la derecha con las diatribas regeneracionistas, que pintaban un panorama desolador y denigratorio de nuestra historia, proponiéndose una especie de refundación bajo ideas vagas, cuando no ridículas. A su vez, el anarquismo cultivaba una ideología para la cual España no significaba nada, al menos nada positivo. Fue aquel el ambiente que Menéndez Pelayo denunció en sus célebres frases:
Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. Un pueblo viejo no puede renunciar (a su cultura) sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil.
Denuncia muy justa, aunque otra cosa, claro, es que la alternativa fuera volver a la "espada de Roma y martillo de herejes".
En medio de aquel batiburrillo se fueron anudando alianzas, unas veces de facto y otras explícitas, entre la izquierda, los separatismos y el terrorismo ácrata, pues todos ellos mostraban el mayor interés, cada uno por sus razones –ninguna de ellas democrática o simplemente racional–, en echar abajo el régimen liberal de la Restauración, que no solo permitía vivir y desarrollarse a tales partidos, sino que también sostenía un progreso material acumulativo en el conjunto de la nación. La subversión conjunta se manifestó en julio de 1917 en movimientos subversivos en que colaboraban todos y en agosto en la huelga revolucionaria que pretendía derrocar al régimen. Los dos fueron vencidos con relativa facilidad, pero los mediocres políticos del régimen y el oportunismo del rey impidieron que la victoria se consolidase; por el contrario, la Restauración salió malherida de una prueba en la que había triunfado. En 1923, la alianza, esta vez de facto, operó mediante la desbocada demagogia socialista en torno al desastre de Annual y el acuerdo de los separatistas vascos, catalanes y gallegos para iniciar la acción armada en concomitancia con Abd El-Krim y aprovechando el caos políticos. El resultado fue la dictadura muy poco dura de Primo de Rivera, que curó los tres cánceres de la Restauración: el terrorismo, el separatismo y la guerra de Marruecos, y consiguió la colaboración del PSOE.
Pero la solución no duró. Después de Primo de Rivera, aquel conjunto de fuerzas de izquierda y separatistas tuvieron la gran oportunidad de demostrar lo que valían ellas y sus ideas. Y lo demostraron: el caos republicano primero, y el sangriento proceso totalitario del Frente Popular después. No podía ser más demostrativo el hecho de que durante la guerra retornase la alianza formal, protegida por Stalin, de marxistas, estalinistas, anarquistas, separatistas catalanes y vascos (de un racismo feroz), y republicanos golpistas. Fue una gran alianza antidemocrática y literalmente contra España, como reconocía el propio Azaña, utilizado como mascarón de proa del invento: "A muy pocos nos importa la idea nacional, pero a qué pocos".
Fue precisa una larga dictadura para dejar una España en paz, reconciliada y próspera, capaz de sustentar una democracia sólida. Y con la Transición, como he explicado en mi libro al respecto, resucitó la vieja alianza, cuyos frutos fueron una Constitución con muy graves defectos, la inoperancia –cuando no connivencia– frente al terrorismo etarra, y el ataque a la independencia judicial (el prestigio de la justicia no ha cesado de bajar, un dato muy inquietante). Y, actualmente, una involución política, un proceso de desintegración nacional y un deterioro constante de la salud social.
¿De dónde vienen tales convulsiones en este siglo largo? Creo que un factor clave y casi siempre desatendido ha sido la renuncia de lo que convencionalmente llamamos derecha a la lucha de las ideas. En la Restauración, la intelectualidad traicionó el principio de la democracia liberal, y esta fue generalmente vista como una amenaza. Esta debilidad ideológica, como he expuesto en otras ocasiones y en Los personajes de la República, ha tenido un triple efecto: ha estimulado la demagogia izquierdista-separatista, ha impedido sacar fruto de los fracasos de ella, como en 1917 o 1934, y ha empujado a soluciones dictatoriales en dos ocasiones. Estas, por su propio carácter, no podían mantenerse indefinidamente, pero al menos consiguieron mantener la paz, hacer prosperar el país y fomentar la moderación política. Por desgracia, ni la izquierda ni la derecha han sacado la lección de la historia, y ahora vemos a una derecha vacía de ideas que se hace la antifranquista para hacerse perdonar por la izquierda y el separatismo, y con su inanidad ideológica favorece unos males que el examen de la experiencia histórica debía haber permitido superar.