Ni siquiera pudo disfrutar por mucho tiempo de la biblioteca que Irineo Monroy, el cura de la ciudad donde creció (San Gabriel, actual Venustiano Carranza), trasladó a su casa tan pronto se desató la rebelión cristera, pues hubo de marchar a Guadalajara, al orfanato Luis Silva, "una escuela de esas muy viejas, con un patio cuadrado alrededor del cual los corredores se distribuyen simétricamente" y con un templo en las proximidades cuyas campanas, al repicar en los domingos, ponían triste y hacían llorar al niño Juan, que "siempre fue muy suavecito, muy bueno de carácter y, sobre todo, muy estudioso" (Guillermo C. Aguilera Lozano).
En 1932, tras concluir la enseñanza media en el internado, pretende ingresar en la Universidad de Guadalajara, pero se lo impedirá una violenta y prolongada huelga estudiantil. Volverá a probar fortuna cuatro años más tarde, en la Ciudad de México, tanto en la Facultad de Derecho como en la de Filosofía y Letras; tampoco entonces lo conseguirá.
El Rulfo que pisa de primeras la gran urbe es un chaval de 15 años triste y solitario que ha dejado en Guadalajara a su abuela y a una tía y a su hermana Eva y vive ahora con el coronel Pérez Rulfo, otro pariente, a tiro de piedra del bosque de Chapultepec, "donde podía caminar a solas y leer", hemos leído aquí. Como fracasara en sus tentativas de cursar estudios universitarios, tuvo que ponerse a trabajar. Le consiguieron un empleo, en la Oficina de Migración. Pero el joven Rulfo seguía igual. Es entonces que se dio a la escritura como quien busca un lenitivo para aplacar las penas del alma:
"No conocía a nadie. Convivía con mi soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia. Hallé un empleo en la Oficina de Migración y me puse a escribir una novela para librarme de aquellas sensaciones. De El hijo del desaliento sólo quedó un capítulo, aparecido mucho tiempo después como Un pedazo de noche".
En Migración trabaja también Efrén Hernández, poeta y cuentista, que se entera de que aquel muchacho silente de Jalisco, no bien termina su jornada laboral, escribe a escondidas. Le animará a seguir escribiendo, incluso enviará unas páginas de El hijo del desaliento a Juan Rejano, director de la revista Romance, por ver si puede o quiere publicarlas. No puede o quiere. Pero Efrén seguirá apostando por su amigo, y en 1945 logrará que le publiquen (en la revista América) el cuento La vida no es muy seria en sus cosas.
En 1941 la superioridad traslada al agente migratorio Juan Nepomuceno Pérez, para nosotros Juan Rulfo, a Guadalajara. Allí llevará una vida retraída y de lector noctámbulo, que tendrá por escenarios el cuarto que ocupa en la casa de su abuela –atiborrado de idolitos, libros, fotos (fue un magnífico fotógrafo) y discos de música clásica–, el Café Nápoles y el Parque Revolución; y las montañas de los alrededores, adonde le conducen sus frecuentes excursiones.
Aparece en su vida en aquellos días Clara Aparicio, "una muchacha muy guapa", al decir de Jorge Acero; "alta, morena, de pelo largo y muy bien formada". Vamos, lo que se dice "una real hembra"; quizá demasiado para Juan Rulfo, sigue diciendo –¿quién necesita enemigos?– su amigo Acero; "pero le habló bastante bonito, la convenció y se casó con ella. Se fueron a vivir a [Ciudad de] México".
Vayamos más despacio que el amigo Acero, pues el casorio se produjo en abril del 48 y antes queremos decir que Rulfo, aparte de La vida no es muy seria en sus cosas, en 1945 publica los cuentos Nos han dado la tierra y Macario en la revista Pan de Guadalajara, y en el 46 sin Clara regresa a la Ciudad de México, a trabajar –ya no es el agente migratorio Juan Nepomuceno Pérez– para la firma comercial de llantas Goodrich Euzkadi. Volviendo a Acero nos enteramos de que "estuvo trabajando bastante, cosa muy rara en él". "El amor lo estimuló, seguramente".
Los dos enamorados en la distancia se escriben cartas. En ellas Rulfo le dice a Clara, por ejemplo, que una editorial le ha rechazado Es que somos muy pobres porque "lo encontraron subido de color"; que está tomando fotografías; que gasta mucho en libros; que sale al cine, a ver ballet o a escuchar conciertos de la Sinfónica; que con frecuencia visita los volcanes próximos a la ciudad; que intenta hacerse un hueco en la industria del cine; y, el primero de junio de 1947, que está intentando escribir "algo" que se llamará Una estrella junto a la luna, después Los murmullos, finalmente Pedro Páramo.
La Goodrich Euzkadi le tiene correteándose el país de cabo a rabo durante varios años, pero Rulfo seguirá escribiendo relatos y publicando: fotografías en América en 1949; Talpa y El Llano en llamas en la misma en el 50; también en América al año siguiente Diles que no me maten; y el artículo 'Metztitlán', bajo el pseudónimo Juan de la Cosa e ilustrado con sus propias fotografías, en el 52 en la revista Mapa.
En la década de 1950 se crea el Centro Mexicano de Escritores, institución pensada para socorrer económicamente a literatos noveles. Rulfo consigue una beca para el período 52-53, que renovó en el 53-54. Uno de sus compañeros en el CME es Alí Chumacero, que recién ha iniciado, con Arnaldo Orfila y Joaquín Díez Canedo, la serie Letras Mexicanas para el Fondo de Cultura Económica. "Me pidieron mis cuentos y, con el título de El Llano en llamas, el volumen empezó a circular en 1953", haría memoria nuestro personaje treinta años más tarde.
No fue lo que se dice un éxito, ni de crítica ni de público:
"En realidad, al principio me sentí frustrado, porque las primeras ediciones no se vendieron nunca. Eran (...) de 2.000 ejemplares, el máximo de 4.000; los únicos que circulaban eran porque yo los había regalado, regalaba la mitad de la edición"
Pero Rulfo no se resigna; de hecho, en mayo del 54 compra un cuaderno escolar y escribe...
"el primer capítulo de una novela que, durante muchos años, ha ido tomando forma en mi cabeza. Sentí, por fin, haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules".
Llegó a reunir 300 páginas en apenas cuatro meses, y "conforme pasaba a máquina el original destruía las hojas manuscritas", confesó con el tiempo; y de paso lo adelgazaba, hasta dejarlo en la mitad. Y en las reuniones que celebraban los becarios del CME los miércoles en la tarde pedía a sus cofrades que lo criticaran:
"Arreola, Chumacero, la señora Shedd y Xirau me decían: ‘Vas muy bien’. Miguel Guardia encontraba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que mi libro era una porquería. Coincidieron con él algunos jóvenes invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de sentarme a escribir una. Leer novelas es lo que he hecho toda mi vida. Otros encontraban mis páginas ‘muy faulknerianas’, pero en aquel entonces yo aún no leía a Faulkner".
Al fin le llegó la hora de la verdad a Pedro Páramo: Rulfo lo entrega al Fondo de Cultura Económica en septiembre de 1954, y en marzo del siguiente sale a la calle la primera edición, con una tirada de 2.000 ejemplares. El público le siguió dando la espalda –"Unos mil ejemplares tardaron en venderse cuatro años; el resto se agotó regalándolos a quienes me los pedían": palabra de Rulfo–, pero la crítica recibió el volumen favorablemente.
Hubo excepciones, faltaría más; como la reseña que publicó Archibaldo Burns en el prestigioso suplemento México en la Cultura, titulada 'Pedro Páramo o la unción y la gallina', "que jamás supe qué diantres significaba"; o... ¡la del mismísimo editor, Alí Chumacero!, que la despachó con líneas rebosantes de paternalismo condescendiente: "Sin núcleo, sin un pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una. Mas no olvidemos, en cambio, que se trata de la primera novela de nuestro joven escritor".
Rulfo –qué cosas tenías, Juan– protestó, especialmente por aquello de la ausencia de "un pasaje central en que concurran los demás", "pues lo primero que trabajé fue la estructura", le replicó a su "querido amigo" Alí. Y también esto –pero mira que eras raro, Juan–: "Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno". La respuesta de Alí no se hizo esperar, y nos imaginamos que fue acompañada de los preceptivos golpecitos en el hombro que suelen dar todos los sabihondos: "No te preocupes, de todos modos no se venderá".
En un principio no, Alí, es cierto que no se vendió; pero luego sí, a medida que pasaba el tiempo y las críticas favorables se hacían más notorias y contundentes: unos decían que Pedro Páramo había sacado de un marasmo de años a la narrativa mejicana; otros, que Rulfo estaba destinado a ocupar el lugar que dejara vacante en aquellas latitudes Mariano Azuela; aquí se decía que Rulfo era el narrador más profundo y fecundo de su generación, por encima de Carlos Fuentes; allá, que, "como un peñasco a la mitad del llano, como una de esas grandes piedras que tienen algo de figura humana (...), Juan Rulfo se alza en medio de la joven literatura mexicana, sin compañeros aparentes" (Elena Poniatowska). Etcétera.
Así que, Alí, no te quedó más remedio que decir digo donde dijiste Diego y escribir, en 1959, que Pedro Páramo era un libro esencial para expertos y profanos por su valor y su... ¡rigor estructural!
La rulfomanía estuvo en su apogeo en los años 60 y 70, cuando las Letras Hispanoamericanas pegaron tan fuerte en todo el mundo, y a partir de entonces Pedro Páramo y El Llano en llamas se tradujeron a decenas de idiomas, y a su autor le llovieron los premios, los homenajes, los reconocimientos...
Pero de pronto dejó de escribir. "El silencio se adueñó de Rulfo, como si el esfuerzo de crear Pedro Páramo exigiese el descanso o como si todo ya hubiese sido dicho en sus cortas páginas" (González Boixo, en la introducción al Pedro Páramo de Cátedra). ¿Qué le pasó a nuestro escritor? Por lo pronto, él negó siempre haber dejado de escribir; es más, repetía de continuo que andaba componiendo una novela, La cordillera; pero también decía que los compromisos laborales no le dejaban tiempo para la literatura, o que La cordillera ya no sería una novela, sino un manojo de relatos cortos...
Lo cierto es que Rulfo se nos murió el 7 de enero de 1986, y que tras Pedro Páramo sólo parió El gallo de oro y otros textos para cine, publicados en 1980 pero escritos entre finales de los 50 y mediados de los 60.
¿Qué le pasó, pues? No lo sabemos. Sí, que Enrique Vila-Matas lo incluyó en su nómina de bartlebys, esos literatos que un buen día se plantaron como diciendo lo que el célebre personaje de Hermann Melville: "Preferiría no hacerlo".
"Cuando le preguntaban por qué ya no escribía, Rulfo solía contestar:
– Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.
Su tío Celerino no era ningún invento. Existió realmente. Era un borracho que se ganaba la vida confirmando niños. Rulfo le acompañaba muchas veces y escuchaba las fabulosas historias que éste le contaba sobre su vida, la mayoría inventadas. Los cuentos de El Llano en llamas estuvieron a punto de titularse Los cuentos del tío Celerino. Rulfo dejó de escribir poco después de que éste muriera. La excusa del tío Celerino es de las más originales que conozco de entre todas las que han creado los escritores del No para justificar su abandono de la literatura" (Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Quinteto/Anagrama, 2002, pág. 18).
Augusto Monterroso echó su cuarto a espadas en el caso Rulfo a modo de fábula –como no podía ser menos–. La llamó El zorro más sabio, y dice así, en la versión que recoge Vila-Matas en su recién mentada obra:
"En ella se habla de un Zorro que escribió dos libros de éxito y se dio con razón por satisfecho y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Los demás comenzaron a murmurar y a preguntarse qué pasaba con el Zorro, y cuando le encontraban en los cócteles se le acercaban a decirle que tenía que publicar más. Pero si ya he publicado dos libros, decía con cansancio el Zorro. Y muy buenos, le contestaban, por eso mismo tienes que publicar otro. El Zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Pero como era el Zorro no lo hizo".
Tenemos también a mano un texto del escritor cubano César Leante, que va por muy otros derroteros:
"Es una hipótesis, pero tal vez por encima de la armoniosa estructura de sus narraciones, de la poesía de su lenguaje, en el cual el habla popular, esa 'antigua voz de adobe, de maíz y de petate', adquiere jerarquía estática; de su sugestiva utilización del tiempo, de su maestría en la pintura del paisaje; en suma, de su soberbia belleza artística, El Llano en llamas y Pedro Páramo fueron ejercicios suficientes en los que Rulfo probó su capacidad para evocar la crueldad y el dolor, y no quiso repetirlo".
¿Qué le pasó a Juan Rulfo? Quizá estas líneas, de 1985, sean su confesión y su respuesta:
"Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio".GENTES DEL LIBRO: George Orwell – Fiódor Dostoievski – Miguel Mihura – Dashiell Hammett.