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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Ingenieros de almas

Así definió Stalin a los escritores, y todos, tanto escritores como metalúrgicos, se desmayaban de emoción: ¡qué agudeza! ¡qué inteligencia! ¿quién sino Stalin era capaz de tal profundidad y comprensión de la labor creativa? Nadie, claro, se paraba en señalar el repelente espíritu productivista, utilitario de la fórmula. Los ingenieros construyen puentes, los escritores fabrican el “hombre nuevo”, el siervo consentido. Otra fórmula de Stalin, también se hizo famosa por aquellos felices tiempos: “El hombre es nuestro capital más valioso”. Y todos, y algunos más, epilépticos de entusiasmo, se revolcaban por los suelos, sollozando, ante esa cumbre de humanismo que sólo Stalin podía alcanzar.

Así definió Stalin a los escritores, y todos, tanto escritores como metalúrgicos, se desmayaban de emoción: ¡qué agudeza! ¡qué inteligencia! ¿quién sino Stalin era capaz de tal profundidad y comprensión de la labor creativa? Nadie, claro, se paraba en señalar el repelente espíritu productivista, utilitario de la fórmula. Los ingenieros construyen puentes, los escritores fabrican el “hombre nuevo”, el siervo consentido. Otra fórmula de Stalin, también se hizo famosa por aquellos felices tiempos: “El hombre es nuestro capital más valioso”. Y todos, y algunos más, epilépticos de entusiasmo, se revolcaban por los suelos, sollozando, ante esa cumbre de humanismo que sólo Stalin podía alcanzar.
Pues, curiosamente –¡tratándose de Stalin!– la frase está truncada, censurada, porque en su integridad es ésta: “El hombre es nuestro capital más valioso, porque es el que más nos ha costado formar. Formar a un ingeniero cuesta más al estado que fabricar un tractor”. (Cito de memoria, pero que nadie se atreva a exigir de mí que busque ahora la cita exacta en las obras completas de Stalin. Sí, las tengo). Claro, estas fórmulas reflejan su época, la de los grandes planes quinquenales, los gigantescos esfuerzos de industrialización de la URSS que costaron más vidas que la construcción de las Pirámides de Egipto. Poco después, durante la “Gran Guerra Patriótica”, el heroísmo militar y el sacrificio patriótico, se sustituyeron por el productivismo industrial, pero en todos los casos, el deber del escritor era cantar la servidumbre voluntaria. ¿Menester es precisar que no hay actividad más rabiosamente individualista que la de escribir?
 
Hay que ser Rafael Conte para atreverse a escribir en una ballena de turno, que Julio Cortazar era un gran escritor porque apoyaba a las tiranías latinoamericanas, empezando por la castrista. Cualquier lector que no esté cegado por un estalinismo de fecha caduca, sabe que Cortazar era el escritor más apolítico de América Latina. Al menos en lo que concierne lo mejor de su obra, sus cuentos fantásticos. Cortazar era tan apolítico que fácilmente se lo echaron en cara sus compatriotas, más o menos montoneros, y carcaprogres de la tan abundante ralea parisina. “¿Cómo puedes mostrarte tan indiferente a los sufrimientos de tu pueblo, a las dictaduras militares, al imperialismo yanqui, y no ver, en cambio, el sendero luminoso por donde nos conduce Castro?” Acosado, apocado, Cortazar, que de eso no entendía, porque no le interesaba como escritor, se limitó a dar alguna limosna, a las obras de caridad progre como en las novelas de Dickens, señoras de la buena sociedad repartían cachos de pan y sopa rancia, a los pobres de los barrios bajos, sin que eso, en el caso de Cortazar, afectara a su obra. Al afirmar que Cortazar es un gran escritor porque era políticamente correcto, Rafael Conte encuentra su plenilunio y se convierte en Jesús Izcáray (q.e.p.d.).
 
Los viejos de mi edad recordarán las incesantes y escolásticas discusiones sobre fondo y forma en literatura, reflejo adulterado de la escolástica marxista sobre materialismo histórico y materialismo dialéctico, reflejo a su vez, de sus “leyes” sobre estructuras y superestructuras. Recuerdo el alivio de tantos ante la fórmula de George Lukacs: “La forma debe adherir al fondo como una media de seda a una pierna”. Inconscientes de que lo que les gustaba era el contenido erótico, y hasta coquin de la imagen, se apabullaban ante la justeza de esa fórmula huera. Cabrera Infante hubiera podido preguntarles si la “forma” podía retirarse como las señoras se quitan, o se ponen, tan lindamente las medias.
 
Si pasamos de Julio Cortazar a Gabriel García Márquez, nos encontramos con otro tipo de cuestiones, porque García Márquez es un propagandista activo del castrismo y de la revolución latinoamericana y un autor de novelas conservadoras y reaccionarias. Tiene razón Horacio Vázquez-Rial en el último número de “La Ilustración Liberal”, cuando escribe: “nadie puede decir que “Cien años de soledad” sea una novela social”. No, ni “Crónica de una muerte anunciada”, por ejemplo. Estos y otros libros del colombiano se enraizan y exaltan objetivamente –como diría Adolfo Sánchez Vázquez–, lo peor de América Latina, su barbarie, su costumbrismo salvaje, su oscurantismo selvático y campesino, y demás taras del continente que constituyen una de las tradiciones literarias de América Latina (otra es la de Borges, Bioy Casares, Paz, Cortazar, etcétera). Dicho sea de paso, la barbarie puede ser buena materia novelesca, depende de cómo se utilice, pero salta a la vista la contradicción entre la obra literaria y la “obra política” de García Márquez. Bueno, contradicción aparente, porque si se mira bien, si se deja de lado la fraseología demagógica, no hay nada más reaccionario en el continente americano que Fidel Castro y su trovador García Márquez.
 
Pero me he ido por los cerros de Úbeda, porque quería decir dos cositas sobre el compromiso político del escritor respondiendo a Rafael Conte, no porque lo que escriba tenga la menor importancia, pero me sirve de calzador. Muchos son los que afirman, conscientes de su papel de tractor, que un hombre con ideas reaccionarias no puede ser un gran escritor, o incluso que los hombres (o las mujeres) buenos escriben libros buenos. Lo que entienden por bondad suele ser opaco, pero lo que entienden por reaccionario no; todo adversario del marxismo leninismo, o indiferente, es un enano literario. En estos tiempos de decadencia, en los que todo se descafeína, también la critica literaria progre, se pueden encontrar rasgos progresistas, políticamente correctos, en escritores ayer condenados por infieles, como Cortazar. Recuerdo en este sentido la polémica en torno a Louis-Ferdinand Celine, por ejemplo y buen ejemplo. Celine que fue pronazi cuando los nazis ocupaban Francia, esencialmente por antisemitismo compulsivo, no podía ser un buen escritor. Pues lo es. Pocos, como Joaquín Leguina, Canto de Neruda a Stalinhan alcanzado tal grado de imbecilidad, que para justificar su afición por Celine, tardíamente descubierto, le declara nada menos que “resistente antinazi” y niega su antisemitismo. Pero muchos han sido quienes han intentado explicar, justificar, aminorar, la excesiva incorrección política de Celine. Nadie se atreve a decir la verdad: Celine fue un buen escritor con monstruosas ideas políticas. Teniendo en cuenta el pujante antisemitismo de izquierdas, nada me extrañaría que se le reivindicara pronto a Celine, precisamente por su antisemitismo. Yo me atreveré incluso a ir más lejos, a afirmar que casi siempre los grandes escritores han tenido, o tienen, opiniones políticas confusas, ingenuas, del montón y a la moda, e incluso deleznables. He citado a Celine, hubiera podido citar a Ezra Pound, no a los alemanes que tuvieron sus debilidades con el nazismo en su momento, porque la lista sería demasiado larga, y la de los que tuvieron simpatía por el comunismo, muchos más, pero nada me cuesta señalar que algunos de los grandes ídolos de la literatura comprometida, hoy difuntos, como Neruda, Aragón, Brecht, Saramago (¿qué? ¿no ha muerto? Pero, vamos a ver ¿no obtuvo el Nobel?), y otros, fueron, como Celine, a la vez buenos escritores (a ratos) y “políticos” despreciables. En la actualidad, un escritor como Harold Pinter, maestro del non-dit, de la ambigüedad, estupendo autor dramático y guionista, totalmente “asocial”, de pronto se mete en política, se pone a insultar soezmente a Bush, por ejemplo, utilizando un lenguaje y unos argumentos como ya quisieran atreverse a utilizarlos un tribuno socialista o un escribidor de El País. Mi reacción es sencilla: conservaré su teatro y tiraré a la basura sus proclamas. Desde que hemos asistido a la vergüenza absoluta constatando como tantos escritores cuando la fatwa de Jomeini contra Saldam Rushdie, le insultaban. Michel Serres, el filósofo de las hormigas, en París, John le Carré, en Londres, etcétera y seguimos viendo como los mismos y muchos más (no cito a Gema Martín Muñoz, porque ella es asalariada del Islam, los otros aún no), se ponían frenéticos después de los atentados en Nueva York, en Madrid, en Londres, y todos los demás: “¡bien merecido lo tienen! ¡la culpa es nuestra! ¡Occidente es culpable!” No puedes evitar cierta morriña. Pero en este caso, la explicación es sencilla: tienen miedo, se cagan de miedo.
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