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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOS

Hayek y el surgimiento del orden libre

Friedrich Hayek es probablemente el autor más conocido de la Escuela Austriaca, en buena medida por haber recibido el Premio Nobel de Economía en 1974. Sin embargo, y pese a ser el único austriaco con tal distinción en su palmarés, Hayek fue mucho más que un economista; de hecho, él mismo se encargaba de advertir que "un economista que sea sólo economista no puede ser un buen economista".


	Friedrich Hayek es probablemente el autor más conocido de la Escuela Austriaca, en buena medida por haber recibido el Premio Nobel de Economía en 1974. Sin embargo, y pese a ser el único austriaco con tal distinción en su palmarés, Hayek fue mucho más que un economista; de hecho, él mismo se encargaba de advertir que "un economista que sea sólo economista no puede ser un buen economista".

Con el paso de los años, sus intereses y estudios fueron abarcando campos tan aparentemente diversos e inconexos como el derecho, la psicología, la filosofía política, la teoría de la información, la sociología, la antropología o la metodología de la ciencia.

Uno podría temer que, ante tal variedad de objetos de estudio, Hayek fuera más bien una mente dispersa, caótica y poco sistemática a la que le fue imposible profundizar lo suficiente en alguna de estas disciplinas. Sin embargo, y por mucho que haya algo de cierto en semejante diagnóstico, la gran preocupación intelectual de su vida no fue tanto lograr un conocimiento completo en cada una de estas materias, cuanto utilizarlas para explicar un aspecto muy concreto de nuestro mundo: cómo emerge el orden (o, más bien, los órdenes).

La de Hayek fue una travesía intelectual que comenzó en Viena. Después de pasar por los cursos del discípulo menos mengeriano de Carl Menger, Friedrich Wieser, empezó a trabajar en una agencia estatal dedicada a saldar las deudas privadas tras la Primera Guerra Mundial. Fue allí donde conoció a quien entonces era su director, la persona que se convertiría en su gran maestro y la que de una manera más crucial determinó su carrera como economista: Ludwig von Mises.

Era la década de los 20, Mises ya había publicado sus dos grandes aportaciones a la ciencia económica: su Teoría del dinero y de los medios fiduciarios y Socialismo. Hayek, tras una corta estancia en EEUU, supo sacar un enorme provecho a la relación personal e intelectual con Mises, sobre todo gracias a sus participaciones en el seminario privado que impartía éste y al que también acudían otros egregios economistas como Machlup, Haberler, Morgenstern o Schutz. No es casualidad que toda la producción intelectual de Hayek durante casi dos décadas no fuera más que un intento de perfeccionar las dos áreas en las que había centrado su atención Mises: la teoría de los ciclos económicos y el teorema de la imposibilidad del socialismo.

Pese a que Mises pensaba que Hayek era la persona que más fiel se había matenido a sus ideas, éste no estaba plenamente satisfecho con el tratamiento que su maestro les había dado en sus libros. No tanto porque considerara incorrectas las conclusiones a las que había llegado, sino por los argumentos que ofrecía para respaldarlas.

Por un lado, Hayek deseaba ampliar la explicación de los ciclos económicos para compatibilizarla con el cada vez más empleado concepto de "equilibrio económico" y también para vincular la causa de las crisis no tanto a los bancos centrales cuanto a la propia existencia de un sistema crediticio gestionado por bancos. Por otro, el austriaco temía que el argumento de Mises contra el socialismo pecaba de excesivamente racionalista –apelaba a la razón y a la racionalidad de los individuos para comprender por qué el socialismo no podía funcionar– y trató de reconducirlo a un problema más general de falta de información por parte de los planificadores centrales.

Esta no siempre acertada reformulación hayekiana de la obra de Mises alcanzó mucha mayor difusión que la propia obra de Mises, especialmente en el mundo anglosajón. La razón es sencilla de comprender: a comienzos de la década de los 30, el director del Departamento de Economía de la London School of Economics (LSE), Lionel Robbins, buscaba a un profesor que cumpliera tres características: ser extranjero para así enriquecer una plantilla predominantemente inglesa; estar volcado en trabajos teóricos para poder contrarrestar la producción mayoritariamente empírica de los fabianos que poblaban la LSE; y ser capaz de combatir a la cada vez más influyente figura de John Maynard Keynes. Desde luego, era un puesto hecho a la medida de Hayek: un austriaco centrado en la teoría económica que además acababa de publicar una extensa crítica contra las falacias subconsumistas de dos demagogos estadounidenses hoy ya caídos en el olvido –William Foster y Waddill Catching– que resultaban enormemente parecidas a las soflamas keynesianas.

De ahí que, tras ser invitado a dar cuatro clases sobre las crisis económicas –de cuya recopilación salió una de sus obras más conocidas, Precios y Producción–, Hayek obtuviera una plaza fija en la LSE desde la que pudo combatir con más notoriedad tanto las reiteradas falacias de Keynes como la propaganda de los economistas socialistas que trataban de justificar a la desesperada que el cálculo económico sí era posible bajo el comunismo.

La batalla intelectual que libró contra el intervencionismo durante la década de los 30 le resultó ciertamente frustrante y agotadora. No ya porque quiso luchar con elegancia y rigor lo que en muchos casos sólo era un alud de propaganda económica dedicada a justificar el creciente rol dirigista del Estado durante la Gran Depresión –la crítica que escribió contra el Tratado del Dinero de Keynes fue tan devastadora que el de Cambridge dejó de responderle antes de que se publicara la segunda parte de su reseña aduciendo que estaba buscando otras bases para respaldar sus conclusiones–, sino porque se dio cuenta de que si la ciencia económica resultaba de alguna forma compatible con tantas falacias era porque se encontraba viciada de raíz.

La gran transformación

Dos fueron las críticas que le hicieron replantearse el status científico de la economía. Una, procedente de su colega Morgenstern, sostenía que el concepto de equilibrio que Hayek se había empeñado en inocular a la teoría miseana del ciclo económico estaba incorrectamente definido: Hayek, siguiendo la corriente mayoritaria de su tiempo, afirmaba que para alcanzar el equilibrio era necesario que los agentes fueran capaces de prever perfectamente el futuro, pero Morgenstern demostró –con su famoso caso de Holmes contra Moriarty– que el supuesto de previsión perfecta implicaba una parálisis de toda acción y, por ello, resultaba incompatible con cualquier definición de equilibrio. La otra réplica provino de un socialista inglés, H. D. Dickinson, para quien los sistemas comunistas podían ser viables si la posición deseada de equilibrio económico se representaba a través de un sistema de ecuaciones matemáticas de cuya resolución pudieran extraerse los precios con los que realizar el cálculo económico.

Pese a que ninguna de las dos críticas desvirtuaba en lo más mínimo el edificio intelectual de Mises, Hayek sí se vio forzado a replantearse el concepto de "equilibrio económico" y es muy probable que, al hacerlo, emprendiera lo que Bruce Caldwell ha llamado su "gran transformación" intelectual.

Así, en 1937, el austriaco publicó el artículo al que él mismo atribuye su giro intelectual, Economía y Conocimiento, donde redefinió "equilibrio" como aquella situación en la que los planes de los individuos se vuelven compatibles entre sí gracias a que todos tienen una previsión correcta (que no perfecta) de lo que van a hacer el resto. Pero esta nueva definición, que superaba las objeciones planteadas por Morgernstern, sólo sirvió para que Hayek se planteara una nueva pregunta a la cual dedicó el resto de su vida: bajo qué condiciones resulta realista suponer que los individuos van a compatibilizar sus planes al ser capaces de anticipar con razonable seguridad qué piensan hacer el resto de individuos.

Es decir, la cuestión central en el pensamiento hayekiano que se plantea por primera vez en este seminal artículo es cómo resulta posible que cada individuo se coordine de manera exitosa con el resto de la sociedad sin que nadie esté "al mando" para organizarlos a modo de piezas de un engranaje superior: cómo emergen los órdenes de manera espontánea y no planificada.

Hayek no responde en el artículo a esta importante pregunta, a la que eleva a la tarea central de la investigación económica, pero sí lo hará durante los siguientes 50 años: entre muchas otras obras, en 1948 publica Individualismo y orden económico; en 1952 El orden sensorial; y en 1973 Normas y orden (el primer volumen de su trilogía Derecho, legislación y libertad). Fijémonos cómo la palabra "orden" aparece en el título de los tres libros, lo que nos indica que Hayek concibió la existencia de al menos tres órdenes crecientes en complejidad: el orden psicológico, el orden individual y el orden grupal.

Los tres órdenes

El primero, el sensorial o psicológico, permite a cada individuo alcanzar percepciones coherentes y consistentes a partir del maremágnum de datos y estímulos externos que recurrentemente experimenta. Para Hayek, la mente actúa como un "clasificador" de nuestras sensaciones, lo que permite dar significados distintos a hechos externos aparentemente iguales (no obtenemos la misma sensación ante el color naranja de una fruta que ante el color naranja de un automóvil). Lo característico de la mente es que las categorías que clasifican los datos externos no están dadas, sino que van ampliándose, reformulándose, recombinándose y evolucionando a través de nuestra experiencia (si bien Hayek admite, en línea con la moderna psicología evolucionista, que una cierta estructura de la mente está dada genéticamente y no puede modificarse).

Este orden sensorial, sin embargo, no es suficiente para que los individuos logren coordinarse y entenderse entre sí. Aunque una cierta empatía será posible –sobre todo cuando las personas se ven sometidas a experiencias parecidas–, la base genética y el conocimiento y las sensaciones que adquiere cada individuo son propios, por lo que en la mayoría de los casos nos será imposible predecir cuál será la respuesta que darán otras personas ante un determinado estímulo externo.

Para conseguir una mayor coordinación entre individuos, es necesario estudiar cómo se conforma el orden individual y aquí la respuesta que ofrece Hayek es múltiple. Por un lado, el orden dentro de una economía se logra mediante la información que "transportan" un conjunto de precios surgidos de la rivalidad y competencia entre los agentes; a través del cálculo económico que permiten esos precios, cada individuo puede conocer dónde resultan más valiosos sus esfuerzos para otros individuos y, por tanto, coordinarse con ellos. Por otro, el orden dentro de una sociedad se alcanza a través de instituciones espontáneas como el lenguaje, el derecho, el dinero, la moral o la religión que favorecen que los individuos se sometan a pautas de comportamiento comunes que vuelven sus decisiones más previsibles y comprensibles para el resto, favoreciendo así su coordinación y cooperación.

A través de las instituciones (en el fondo, el mercado libre es también una institución), los individuos pueden interactuar en sociedad y a través de esta interacción, modifican y perfeccionan el contenido de esas instituciones (se van volviendo cada vez más útiles para coordinar a los individuos). Por ello, para el austriaco, ni el derecho, ni el lenguaje, ni el dinero son resultado de la construcción de nadie (de ahí que, por ejemplo, defendiera la desnacionalización del dinero), sino fruto de las consecuencias no intencionadas de las acciones de todo el grupo social (un argumento que procede de la ilustración escocesa y, sobre todo, de Carl Menger). 

Pero Hayek no se queda en el análisis de cómo los individuos alcanzan el orden dentro del grupo, sino que también concibe la existencia de un orden de cada grupo con respecto a otros grupos. En ocasiones, la supervivencia de una sociedad dependerá de la adopción de normas que si bien no son necesariamente beneficiosas para ningún sujeto dentro del grupo, sí lo son para que el grupo permanezca unido y pueda coordinarse con otros grupos (dentro de esta categoría se incluirían, por ejemplo, la provisión de bienes públicos, las redes de solidaridad o incluso la propia configuración de la organización política estatal). Hayek cree que este orden grupal se irá generando por simple evolución y supervivencia de los órdenes institucionales más eficientes: los peores conjuntos de instituciones tenderán a ser barridos por los mejores.

Socialismo, metodología y filosofía política

En la complejidad de estos tres órdenes se encuentra el germen de la crítica de Hayek al socialismo: dado que es imposible para un planificador o grupo de planificadores aprehender y procesar toda la información dispersa que es privativa de cada individuo, el comunismo no será capaz de crear deliberadamente una "organización" que pueda coordinar de manera satisfactoria y mutuamente beneficiosa a todas las personas a lo largo del tiempo. El socialismo es un simple ejercicio de fatal arrogancia que desconoce los límites de la razón y de la planificación del ser humano.

También aquí podemos ubicar la posición metodológica de Hayek: si bien rechaza el apriorismo extremo de Mises –en ocasiones de manera un tanto apresurada y equivocada–, el austriaco sí reconoce la existencia de dos grandes grupos de ciencias, las que estudian fenómenos simples (como la física) y las que estudian fenómenos complejos (como la economía o la sociología). No es tanto que la economía sea menos ciencia que la física (hoy se la llama soft science), sino que su objeto de estudio son fenómenos mucho más complejos. Por ese motivo, constituye un gran error aplicar los métodos reduccionistamente experimentales de las ciencias simples a las ciencias complejas (Hayek llamó a este vicio el cientismo y a su crítica dedicó todo el libro de La contrarrevolución de la ciencia) e incluso –y aquí se distanciaba de su amigo Karl Popper– habrá que reconocer las crecientes limitaciones con la que se encontrará la falsación de los resultados según aumente la complejidad de una ciencia: a mayor complejidad, predicciones menos exactas (más genéricas), por lo que habrá que ser cuidadoso con descartar cualquier conclusión que aparentemente no tenga una traslación cuantificable y medible en el mundo real (sobre este tema fundamental, de hecho, reflexionó en su discurso de recepción del Nobel: La pretensión del conocimiento).

Y, por último, también en este contexto resulta más comprensible la filosofía política de Hayek, especialmente contenida en Los fundamentos de la libertad y en su libro más conocido Camino de Servidumbre. Parece claro que para alcanzar estos tres órdenes evolutivos resulta esencial la libertad del ser humano; libertad para probar, equivocarse, rectificar y así influir en el desarrollo de las instituciones. Hayek, pues, se plantea de qué modo puede minimizarse la coacción de nuestra libertad y llega a la conclusión de que la mejor forma es crear un aparato político que combata y reprima la coacción que unos individuos ejercen sobre otros. El nuevo problema es entonces cómo evitar que ese monopolio de la violencia –el Estado– se convierta en el principal represor de la libertad y para el austriaco la solución pasa por desterrar el poder arbitrario de los políticos sometiéndolos al rule of law: un conjunto de normas impersonales, evolutivas, universales, conocidas y ciertas para todos. Sólo en ese marco, cada individuo podrá conocer cuáles serán las consecuencias de sus decisiones y escapar a una represión directa por parte de los poderes públicos.

El intervencionismo económico, sin embargo, socava este orden jurídico impersonal, pues cada individuo debe ajustarse al plan dictado por un comité de planificación que tenderá a ir fagocitando las instituciones políticas ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre cuáles son los objetivos del plan (¿qué debemos producir?) y sobre cómo implementarlo (¿quién y de qué modo debemos producirlo?). Del dirigismo económico pasaremos a los mandatos políticos y, por tanto, al control total de los planificadores sobre las vidas de las personas.

Muchos han considerado que esta última reflexión que Hayek expuso en Camino de servidumbre demuestra el fracaso de toda su filosofía política, pues el intervencionismo económico posterior a la Segunda Guerra Mundial no condujo a la liquidación de las democracias occidentales. No obstante, esta crítica simplista a Hayek pasa por alto el verdadero objetivo del libro, que no era tanto efectuar un pronóstico historicista –un pronóstico que el propio Hayek consideraba imposible de realizar en una ciencia compleja como la economía y la política– cuanto lanzar una advertencia del posible proceso de podredumbre que sufrirían las democracias si seguían escalando en su intervencionismo en un contexto de desencanto hacia los logros y los méritos de los órdenes espontáneos del capitalismo. 

Sin duda, no se trata de que Hayek no se equivocara en nada; de hecho, su teoría económica o su filosofía política contienen numerosos errores y contradicciones (como su crítica a la "justicia social" y su defensa del Estado de bienestar; o la aceptación acrítica del monopolio de la violencia como camino óptimo para minimizar la violencia; o sus más que discutibles reproches al patrón oro) provocados en buena medida por la propia evolución que sufrieron sus ideas y sus intereses a lo largo de sus 93 años de vida. Pero, desde luego, habría que huir de las críticas más aparentemente facilonas contra su pensamiento, sobre todo cuando proceden de quienes desconocen toda la unidad del rompecabezas hayekiano.

Si Mises creó un sistema de pensamiento económico claro, sólido y focalizado en el individualismo metodológico, Hayek nos legó un conjunto de ideas originales pero dispersas que sólo tras un cuidadoso estudio aparecen como un intento bastante exitoso, aunque no libre de errores, de promover la libertad en todas sus manifestaciones: política, social, cultural y económica. Siendo el economista menos concentrado en la economía de la Escuela Austriaca, pasará a la historia vulgarizada como su economista más representativo. Los austriacos, sin embargo, no deberíamos quedarnos en la superficie: más allá de sus casi siempre profundas teorías económicas, existe toda una potentísima narrativa que, ampliada y mejorada, constituye una de nuestras principales líneas de defensa de la libertad: cómo los órdenes privados, voluntarios, naturales y espontáneos logran superar los límites de nuestra razón y de nuestro conocimiento ante los que siempre sucumbirá cualquier planificador central.

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