Un reciente informe de la Sociedad Murciana de Medicina de Familia y Comunitaria ha alertado: "no deben seguir financiándose fármacos con poca efectividad terapéutica". Y es que cada año, según esta entidad, son aprobados o incluidos en la financiación del sistema sanitario nuevos medicamentos que no aportan grandes ventajas sobre los ya existentes. Estos fármacos sin valor añadido sólo sirven para engordar la factura farmacéutica. Así que estaría bien que se reajustaran los criterios de subvención y se basaran más en la relevancia, efectividad, seguridad y eficiencia de los productos. El dato es estremecedor: según este organismo, de 144 medicamentos analizados entre 200 y 2011, el 78 por 100 no suponía un avance terapéutico evidente.
Un repaso a las definiciones más habituales del término enfermedad nos da una idea de hasta qué punto puede ser difuso y escurridizo el trabajo de definir la idoneidad de una terapia. El Oxford Texbook of Medicine directamente no intenta definir el término. El Chambers Dictionary lo expresa como "estado insano del cuerpo o de la mente; desorden, malestar o sufrimiento con síntomas y causas distintivas". Nuestro Diccionario de la Lengua Española prefiere hablar de "alteración más o menos grave de la salud".
El problema afecta incluso a la propia Organización Mundial de la Salud que, en lugar de definir la enfermedad, define la salud como "estado de completo bienestar físico, psicológico y social". Sin embargo, la definición es suficientemente difusa como para que algunos comentaristas, como el escritor y cirujano Imre Loeffler se burlen de ella: "Ese estado sólo se produce durante la experiencia de un orgasmo simultáneo con tu pareja... por lo que la mayoría de los mortales seríamos enfermos".
No cabe duda de que saber exactamente cómo etiquetar la enfermedad tiene sus beneficios. Desde muy pequeños descubrimos que decir que nos duele la cabeza nos aporta una dosis extra de atención y cariño. Pero en el mundo medicalizado en el que vivimos, la enfermedad es una fuente decisiones, subsidios, bajas laborales, privilegios, servicios que mueve ingentes recursos cada día... Aunque no sepamos definirla.
Al mismo tiempo, el diagnóstico puede tener consecuencias perniciosas: puede privarnos del acceso a un deporte, de la concesión de un seguro o un crédito, de acudir en igualdad de condiciones a una oferta de empleo. Algunas enfermedades acarrean un grado de exposición social terrible: quienes la padecen dejan de ser ciudadanos con nombre y apellidos para convertirse en un esquizofrénico, un enfermo infeccioso, un leproso... El estigma del mal pude traer peores consecuencias que el propio mal.
El problema surge cuando conocemos que al año se gastan en el mundo 40.000 millones de euros en medicinas que no sirven para curar nada. Son los llamados fármacos para no enfermos que pueblan las estanterías de las farmacias: remedios contra el acné, las arrugas, la flaccidez, la calvicie, el estado de ánimo decaído, la pérdida de brillo del pelo, la falta de tersura de la piel de los talones... No curan ninguna enfermedad, sirven para que satisfagamos necesidades estéticas o anímicas que no están contempladas como patologías, pero se han convertido en imprescindibles.
En principio, no parece nada raro que una persona desee estar mejor que bien, que quiera deshacerse de esas pequeñas imperfecciones físicas, fisiológicas o anímicas que le incomodan. Olvidado el tifus, la peste y la muerte por ejecución, queremos simplemente borrar el acné del rostro, superar nuestra timidez, mejorar nuestro rendimiento sexual o disimular la falta de pelo. El problema surge cuando, según ha advertido el experto en Bioética Carl Elliott, "se empieza a medicalizar la conducta social", es decir, cuando deseos y necesidades que siempre han pertenecido al entorno de la socialización del individuo –como su capacidad de relacionarse con otros, su éxito laboral o sus relaciones amorosas– pasan a ser resueltas en la farmacia de guardia.
Se estima que el mercado de tratamientos contra la impotencia, el tabaquismo y las arrugas crece entre un 10 y un 30 por 100 anualmente. Les siguen los anticonceptivos, los antidepresivos y las terapias contra la alopecia. Muchos de estos fármacos están avalados por estudios que confirman su eficacia en determinados casos, como el uso de sildenafilo contra la disfunción eréctil. Pero algunos especialistas temen que el exceso de frivolidad a la hora de presentar sus resultados publicitariamente produzca un efecto indeseado: el usuario puede perder confianza en el médico o el farmacéutico que los prescriben.
Porque todos tendemos a confiar en que los doctores serán capaces de determinar nuestro estado de salud, el tipo de enfermedades que padecemos y el grado en que éstas nos afectan. ¿Pero qué pasaría si fueran ellos los que se fiaran del modo en que sus pacientes perciben su propia salud? Amartya Sen, del Trinity College de Londres, ha hecho la prueba. Su reciente estudio sobre la percepción pública de la salud arroja sorprendentes resultados. El más llamativo: cuanto más dinero dedica una sociedad a su cuidado médico, más tienden sus ciudadanos a pensar que están enfermos. Sen realizó diversas comparaciones estadísticas sobre el grado de morbilidad sugerida por los pacientes en las consultas de varios países, es decir, la cantidad de veces que éstos acuden al médico para informarles de que están seguros de padecer algún mal. Descubrió que países como Estados Unidos, donde el gasto sanitario es desorbitado y las tasas de longevidad están entre las más altas del mundo, también lideran el ranking de morbilidad sugerida. Sin embargo, en los estados más pobres de India, con tasas altísimas de mortalidad y una educación sanitaria paupérrima, los ciudadanos se consideran a sí mismos sanos.
Por eso es tan importante que los criterios para curar se revisen con la ciencia en la mano