En Nueva historia de España he sostenido la tesis de que no solo España como nación cultural, sino la misma civilización europea, tienen su origen en la agónica II Guerra Púnica, con la que nació el imperio romano. A veces se me ha opuesto la importancia, no menor, de la cultura griega, pero esta corresponde más bien al Oriente Próximo, y si llegó a Europa occidental fue a través de Roma y del cristianismo.
Este proceso se planteó también por la época de la mayor guerra contra Cartago, y en cierto modo como el conflicto entre Publio Cornelio Escipión el Africano y Marco Porcio Catón el Viejo o el Censor. El primero, vencedor de Aníbal y en ese sentido fundador del imperio romano, fue uno de los mayores genios militares de la historia. Personalmente parece haber sido hombre de espíritu noble y abierto, afecto a la cultura helenística y favorecedor de su difusión en Roma. Catón, por el contrario, se nos presenta como un personaje mezquino, brutal y despiadado –dudosas cualidades que aplicó abundantemente en su pacificación de diversas regiones de Hispania–, de un moralismo estrecho y opositor resuelto a las novedades griegas. No obstante, tenía talento no solo militar, sino intelectual. Estrictos contemporáneos (Catón dos años menor) y muy patriotas, los dos hombres no podían diferir más en carácter y aficiones, por lo que inevitablemente tenían que chocar.
Tomó la iniciativa Catón, a raíz de una campaña victoriosa de El Africano y de su hermano Lucio contra Antíoco III de Siria, acusando a ambos de haber recibido soborno y haber detraído parte de la compensación pagada a Roma por el del rey vencido. No sabemos qué hubo de cierto en aquellas acusaciones, pero en todo caso es significativa la de soborno, ya que el objetivo de este habría sido asegurar a Antíoco un trato benévolo tras su derrota. Escipión rara vez se había ensañado con los vencidos, mientras que Catón no concebía otra actitud hacia ellos que la destrucción completa, como había atestiguado en Hispania, e incitando luego al arrasamiento de Cartago. Quizá él pensaba que la conducta de los escipiones con Antíoco solo podía explicarse por una compra de voluntades. Como fuere, Escipión tenía enorme prestigio y clara conciencia de sus inmensos servicios al estado romano, al que había salvado de un nada imposible aniquilamiento al vencer al más peligroso enemigo que había tenido nunca la ciudad. Indignado ante las bajezas en que pretendían mezclarlo, se negó a defenderse siquiera, y cuando su hermano Lucio pretendió entregar al Senado las cuentas que le exigían, se las arrebató y las rompió en público. Sus enemigos arreciaron entonces su persecución contra Lucio, cuyas propiedades fueron confiscadas. Por fin, Escipión se retiró a unas posesiones que tenía en la Campania, al sur de Roma, y allí murió, parece que el mismo año que Aníbal. Para su tumba ordenó el epitafio Patria ingrata, no tendrás mis huesos.
Estos episodios, que he resumido mucho en la Nueva historia, interesan como testimonio de las pasiones humanas en general y de la dureza que ha solido revestir la lucha política; pero tienen un trasfondo adecuado a la tesis arriba indicada: al mismo tiempo que Roma se expandía, ya casi inexorablemente tras la prueba extrema de la guerra con Cartago, recibía el influjo creciente de la cultura helénica, tan diferente de la latina: la pugna entre Catón y Escipión era también la pugna entre dos concepciones del mundo. La infiltración no resultó fácil, porque el espíritu griego en su versión helenista, un tanto decadente en su refinamiento, contrastaba demasiado con la tradición romana de sobriedad, rusticidad, realismo muy poco dado a especulaciones teóricas, sentido de la justicia rudo y estricto y devoción patriótica. Los romanos solían despreciar a los griegos como graeculi, "grieguchos", considerándolos blandos, afeminados, corrompidos y en cierto modo suicidas, por su mínimo interés en tener hijos. Catón advertía contra "los escritos de esa gente, que lo corromperán todo", y consiguió la expulsión de Roma de algunos filósofos o sofistas atenienses. Pero si las viejas virtudes romanas estaban en la raíz de sus increíbles triunfos recientes, estos estaban creando una situación nueva, por la afluencia de enormes riquezas que transformaban la sociedad romana, corroyendo las costumbres ancestrales.
Y, por otra parte, no solo los escipiones eran sensibles a la fuerza, el encanto y el poder especulativo de la mejor cultura griega, nunca vuelta a igualar. Era inútil ponerle barreras, a pesar de que amenazaba asfixiar al latín, reduciéndolo al uso familiar y político. Por ello Catón estaba destinado a fracasar. Pero no por completo. Pese a sus defectos, El Censor tenía una visión de futuro y verdadero talento literario: escribió en lengua latina una historia de Roma y de otras ciudades, tratados sobre agricultura y arte militar, y máximas morales. Por ello suele considerársele el fundador del latín como lengua de cultura, que había de tener un brillante desarrollo. Gracias a él, al menos en parte relevante, la herencia latina para la civilización eurooccidental no se limitó a hacer de mero vehículo de la cultura griega. Para España tiene un especial interés, porque nuestra cultura es probablemente la más romana de las latinas, con un déficit destacable de influencia helénica.