Hubo un día, siendo yo muy joven, en que franqueé la entrada del palacio y recorrí sus salas extasiado por todo lo que representaban, una época apasionante de la Historia europea, y por su belleza. Se hizo el silencio alrededor, y mi vista pudo recrearse en la elegancia neoclásica de sus proporciones, sus paredes tapizadas de sedas preciosas, los muebles exquisitos, sus tesoros. Esa misma emoción me ha seguido acompañando desde entonces cuantas veces he vuelto a visitarlo.
Y tesoros, los hay. Desgraciadamente, los criterios sobre la conservación de las obras de arte las deslucen, impidiendo a menudo disfrutarlas en todo su esplendor, pero en aquella primera ocasión las salas del palacio se encontraban magníficamente iluminadas (no como ahora, que se han de visitar en una discreta penumbra) haciendo destacar el brillo y el colorido de las piezas. Y allí desfilaron ante mis ojos maravillas de orfebrería, de platería, deslumbrantes joyas; sables de empuñadura de oro, bastones de mando, condecoraciones y, sobre todo, colecciones únicas de porcelana de Berlín, de Viena, de Meissen. Recuerdos, todos, de las campañas del general inglés que los monarcas le ofrecieron como premio a sus servicios.
En platos, fuentes, soperas, fruteros, entre el oro de bordes y asas, se representan paisajes de guerra: el Tajo, el Duero, Zaragoza, Segovia, Madrid, Lisboa, Valencia, Salamanca, San Sebastián, Vitoria y otras muchas hasta el final de la contienda, como Orthez, Toulouse, flores de la meseta, de Portugal, de los Pirineos, y piezas de caza, a la que tan aficionado era Wellington. También hay soldados con sus uniformes, guerrilleros españoles, migueletes catalanes, escenas de batallas… Y eso sólo en las porcelanas. Pero también hay candelabros de plata y oro con soldados de la guerra en España, trofeos en metales preciosos con alegorías de nuestro país, esmaltes, armas…
Después, la visita nos lleva a la escalera principal, donde nos encontramos con la estatua gigante de Napoleón esculpida en mármol por Canova y las salas magníficas, tan británicas, de contenida elegancia, esa que nunca, salvo en la que llaman Galería Waterloo, está sujeta a las exuberancias propias de los franceses de la época. Y allí los retratos de los héroes de la guerra firmados por grandes artistas del momento (Lawrence, Goya, Wilkie), salas, joyas, trofeos, cuadros, porcelanas... todo impregnado de ese aire difícilmente definible compuesto de tradición verdadera, de excelencia en todo, de auténtico señorío conservado y aumentado durante generaciones y generaciones –hay que ser conservador de lo bueno, me decía mi maestro Sir William Wade– tan característico de la vieja Inglaterra.
El bicentenario de la Guerra de la Independencia, de la que muchos opinarán que no fue otra cosa que un conflicto con la modernidad, está propiciando un alud de nuevas publicaciones. Yo sabía que nadie se iba a acordar del palacio de Wellington en Londres, y así fue que a ningún autor se le ha ocurrido exponer visualmente cómo era la península en aquélla época, cómo fueron los escenarios de guerra, cómo se representaron sus soldados y batallas basándose en las colecciones de Apsley House, que es así cómo se conoce al palacio en la esquina de Hyde Park, hoy museo nacional. Eso es lo que me animó a mostrar la Guerra de la Independencia desde un ángulo inédito, desde una fuente visual nunca explorada.
En las páginas del libro he realizado una somera descripción de la guerra –que los británicos, muy apropiadamente, denominan "la Guerra Peninsular" porque no se limitó a España, sino que comprometió igualmente a Portugal– que sirve de hilo conductor y de explicación de las piezas que se reproducen en espléndidas fotografías de Andy Johnson. A la narración, entreverada de mis sensaciones personales sobre el período, le acompañan anécdotas sobre los países en conflicto, sus paisajes, ciudades y costumbres, y las impresiones sobre sus ejércitos y sus gentes tomadas de relatos de la época, que pretenden ilustrar el material que página tras página va apareciendo ante el lector-espectador.
El libro es, al mismo tiempo, una amplia exposición del Estilo Biedermeier, en el que están realizadas muchas de las piezas reproducidas: ese estilo íntimo, familiar, acogedor, tan propio de la buena burguesía alemana de la primera mitad del XIX, pero también, como no podía ser menos, del Neoclasicismo y el Romanticismo de los países del centro y el norte de Europa. El propio tono de la narración intenta ajustarse a la emoción provocada en el autor por ese ambiente, que desde la primera página adopta un tono elegíaco.
No en vano, la razón remota para enrolarme en esta nueva aventura fue una visita, también juvenil, a la catedral de Winchester, en un invierno inglés que nunca olvidaré. Como cuento en el libro, allí sobre una sobria lápida sobre el muro se leía: "Ferrol", y, debajo, "1800". La mención de la ciudad donde nací con ausencia de cualquier referencia me llevó a buscar, en las proximidades del valle donde se libró la batalla, un cementerio inglés del cual, según mis noticias, se había perdido la memoria. Si lo desean, podrán acompañarme en mi búsqueda a través de las guerras napoleónicas, tal y como se cuentan en ese lugar que espero no dejen de visitar en su próxima visita a Londres, Apsley House (The Wellington Museum), Picadilly esquina Hyde Park, no tiene pérdida.José Luis Aulet es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y autor de Tesoros de Apsley House (Fundación Caixa Galicia) de próxima aparición.