En mi ya remota adolescencia, leí una biografía de sir Walter Raleigh. Era una versión probablemente abreviada de la que había publicado Penguin en Londres y formaba parte de una colección llamada Pingüino, que pirateaba una editorial del Partido Comunista en Argentina. El personaje me fascinó por muchos motivos, pero sobre todo por un hecho quizá fortuito: la introducción en Inglaterra de la patata y el tabaco.
Siempre me interesó la cuestión de las plantas traídas de América al Viejo Mundo, del papel revolucionario que les cupo representar. La cocina italiana no existiría tal como es sin el tomate y, en cierta medida, sin el maíz, base de la polenta. Y pueblos enteros habrían muerto de hambre sin la patata, alimento determinante en el destino, por ejemplo, de Irlanda y España. Los recetarios nacionales son en su mayor parte modernos –poco queda del comer medieval y la cocina de caza es una exquisitez minoritaria–. Todas las plantas importadas después de 1492 fueron de enorme utilidad en Europa, de donde volvieron transformadas como parte de una experiencia de fogón novedosa.
Lo mismo pasó con el tabaco, que, una vez descubierto y probado en la corte británica, fue cultivado por el explorador Raleigh en el marco de su proyecto colonizador en Virginia. La diferencia entre el tabaco y el resto de los bienes americanos radica en su inutilidad nutricional. Sólo se lo puede consumir como fuente de placer, fumándolo o mascándolo, como se hace con la coca. Sólo un pirata podía interesarse por un arbusto que sólo había visto consumir a los nativos del Nuevo Mundo en ocasiones ceremoniales. Aunque se tratara de un pirata puritano como Raleigh, que detestaba el alcohol porque, en sus propias palabras, "transforma al hombre en una bestia", lo "hace despreciable... y lo envejece prematuramente".
Cuando leí aquel libro, yo empezaba a fumar. Vivía en una cultura señalada por el tabaco. Humphrey Bogart, Jean Gabin, Albert Camus o Julio Cortázar aparecen fumando en sus retratos más célebres —Bogart, incluso, ofreciéndole un cigarrillo a su compañera, Lauren Bacall—. Bogart murió temprano, a los 58, de cáncer de esófago. Gabin a los 73, de infarto. Cortázar vivió setenta años y terminó como víctima del turbio affaire Fabius, de tráfico con sangre contaminada. Albert Camus, a los 47, en accidente de carretera. Es posible que Bogart y Gabin hayan muerto a causa del tabaco.
John Wayne, gran fumador, tuvo cáncer de pulmón a los 57 años, pero vivió hasta los 72 después de una exitosa cirugía; no obstante, su enfermedad se atribuyó a su exposición a la radiación nuclear en la zona de Utah en la que se rodó El conquistador de Mongolia, que había sido escenario de pruebas atómicas.
En aquellos tiempos –y me refiero a los últimos años cincuenta y los primeros sesenta– no se hablaba demasiado de los daños producidos por el humo del tabaco. Y el tema no se incorporó al discurso público hasta finales de los sesenta y primeros setenta. Fue entonces cuando empezaron las prohibiciones. En los Estados Unidos. A medida que nos enterábamos de las nuevas medidas, decíamos, parafraseando a Obélix, que "estos americanos están locos", sin pensar que lo mismo se iba a hacer entre nosotros poco después. Antes, aunque hubiese médicos que lo decían, la relación del tabaco con el cáncer y con las enfermedades cardiovasculares no era comentada, y no existía fácticamente; como no existían los fumadores pasivos. En el cuento Humo, escrito en 1932 y recogido en el libro Gambito de caballo, William Faulkner anotó que "es extraordinario tener un vicio que sólo le hace daño a uno mismo", aseveración que hoy sería apresuradamente refutada, con razón o sin ella, por los talibanes del prohibicionismo.
Tengo que reconocer que no soy un severo crítico del tabaco, aunque un grande y querido amigo haya anotado hace poco en mi muro de Facebook que, al dar a conocer mi enfermedad, yo advertía contra los riesgos del tabaquismo. En mi balance vital, tengo tantas cosas que reprocharle como momentos que agradecerle. Y no pienso sólo en generosas sobremesas y en tardes y noches de café jalonando amistades y amores, sino en instantes críticos, como la última época pasada en Buenos Aires, en tiempos de la Triple A, viendo caer gente a mi alrededor, con el miedo como pan nuestro de cada día. El hecho de que los cigarrillos acompañasen largas horas de espera sin esperanza de una muerte probable funda una querencia que no viene de la nada, sino que forma parte de la cultura recibida. Si hablamos con toda precisión de pueblos y culturas del vino y de la cerveza en el sur y el norte de Europa, no veo por qué no podemos hablar de una cultura del tabaco. (De paso sea dicho, la consideración del alcohol como droga es un asunto espinoso, a la vista de que hasta el día de hoy, al menos en los países católicos, el vino forma parte de la celebración de la Misa.)
Se me ocurre que no es vana ni casual la pertenencia del tabaco a la familia de las solanáceas –como el tomate y la patata–, denominadas en inglés nightshades, sombras de la noche –se supone que su mayor crecimiento es nocturno–. Es en las horas de oscuridad cuando más se percibe su presencia.
En esto, como en todo, tiendo a no ser prohibicionista. La experiencia americana de la Ley Seca demostró la inutilidad de tratar de poner puertas al campo. Sin embargo, prefiero la prohibición rotunda a la hipocresía del consejo y la prohibición parcial. Lo mismo da que se impida fumar en bares y restaurantes –desde el punto de vista de la salud, porque desde el social, es un atentado a la convivencia–, si uno va a fumar en casa.
Los gobiernos que sostienen por un lado que los fumadores ocasionan grandes gastos a los sistemas estatales de salud, por otro son incapaces de prescindir de los impuestos que generan el alcohol y el tabaco.
Y nadie se ha atrevido a acabar con la fabricación de cigarrillos, en parte por el efecto social de tal medida, pero sobre todo por la posibilidad de que las empresas tabacaleras –que han pagado cientos de millones de dólares en reparaciones judiciales y que siguen ganado mucho dinero a pesar de que sólo perciben una parte mínima del precio de venta al público de cada cajetilla, y que forman parte de conglomerados empresariales infinitamente mayores, ligados tanto a la alimentación como a los macrolaboratorios– generen alteraciones políticas de incalculable alcance. No hace falta ser un país africano para que una farmacéutica monte un golpe de Estado.
Dependemos política y económicamente de esos gigantescos negocios. Pero también dependemos desde el punto de vista de nuestras adicciones: el alcohol, el tabaco, la coca cola y otros refrescos, los somníferos, los antidepresivos, los ansiolíticos, el chocolate, etc. Y, probablemente, dentro de poco, las drogas duras legalizadas.
En las sombras de la noche, el tabaco no es nada. Aunque haya contribuido a enfermarme y también lo produzca la Tyrell Corporation.
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