Ya en Enterrar a los muertos, el novelista aragonés bañó de luz un episodio cuya sola mención concita, en círculos filocomunistas, exabruptos como los de 'revisionista' o 'neofranquista' (véase, si no, la desoladora ligereza con que se ocupó del caso Paul Preston en esa opera buffa llamada Idealistas bajo las balas, y que no merecía otro título que el de Comunistas bajo las balas); me refiero al asesinato en la retaguardia republicana, a manos de los servicios secretos soviéticos, del traductor José Robles, y las subsiguientes pesquisas de su amigo John Dos Passos, que le acarrearon el desprecio de la izquierda de entonces. Reacio a conducir su obra por la senda de lo apacible (esto es, de lo trillado), en su siguiente novela, Dientes de leche, Martínez de Pisón abundó en el desacato historiográfico con la saga de los Cameroni, acaudillada por Raffaelle, un fascista italiano que se inscribe como voluntario en el bando franquista, y cuyos resabios autoritarios provocan la degradación de la convivencia familiar, en lo que constituye una impagable reflexión sobre la intransigencia y sus aristas. Tras esas dos obras, y acaso culminando una incierta trilogía, llega El día de mañana, que narra la caída sin ascenso de Justo Gil Tello, un chivato de la social en la Barcelona de la gauche divine.
A semejanza del protagonista de Dientes de leche, Justo Gil es un pobre diablo que vive al filo de la impostura, que corrompe todo lo que toca, que muerde rabiosamente todas las manos que le alimentan. En cierto modo, la de Justo es la historia de una putrefacción a tumba abierta, de un envilecimiento irrefrenable que, aun en el más hondo lodazal, reserva al lector una enésima vuelta de tuerca.
Llegado de un pueblo de Aragón a principios de los sesenta, Justo se abre camino en la Barcelona de la época gracias a sus dotes para la persuasión, que al poco devendrá en engaño y, otro poco más allá, en leyenda. Tras un tiempo dedicado al trapicheo y las pequeñas estafas, engatusa al hijo de un empresario de la construcción para, haciéndose pasar por su amigo, ganarse los favores del padre. Su ascendencia sobre el joven (un holgazán sin solución que gusta de cerrar los bares) le procura un lugar bajo el sol de la pijería local, integrada por otros hijos de industriales que, de siete de la tarde a tres de la madrugada, juegan a ser antifranquistas. De resultas del fingimiento de esa militancia, se ve envuelto en una redada que le llevará a ofrecerse como confidente a la Brigada Político Social, en lo que supone un camino a la cumbre social tras el final del cual no le aguarda más que el agrio reverso de la condición humana.
Siendo Martínez de Pisón un autor, digamos, convencional, la arquitectura de sus textos es de una audacia que raya en lo temerario, de una modernidad que para sí quisieran nocilleros, egotrippers y demás vanguardistas. En El día de mañana, el autor cuenta la historia por boca de los personajes que han conocido a Justo, de suerte que las intervenciones de unos y otros van conformando una polifonía que pretende emular el formato del documental de investigación o, por hilar fino, el falso documental de investigación. La pirueta, que De Pisón ejecuta con la maestría de un Cela o un Vargas Llosa, confiere a la narración un vértigo que viene a refutar la especie de que la literatura de calidad debe ser espesa.
El tour de force al que se libra el autor es tanto más admirable cuanto que apenas se vislumbran el sudor ni los costurones, tan molestos como los rasguños en la pantalla de un cine. Por lo demás, el uso de dicha técnica entraña la fascinante paradoja de que el personaje a quien no oímos hablar más que por lo que otros personajes dicen que dijo, ese desgraciado al que vemos como veía el mundo The Motorcicle Boy en Rumble Fish, en un televisor en blanco y negro con el volumen bajo, es, a pesar de esa amputación (o acaso debido a ella), una colosal creación. Tanto es así que, a rebufo de las instantáneas que van dando cuenta de su bajeza, se aparece, levemente insinuado, el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa. También Justo se hace pasar por pijo, por revolucionario y, ya en sus lances postreros, por ultra; también él confía su destino a la impostura, al cultivo de las apariencias; también él pretende alzarse por encima de un tiempo silente y espectral que, finalmente, termina por devorarlo. La gran diferencia respecto a aquel Manolo Reyes que esculpió Marsé, y es éste el rasgo más enjundioso del personaje, es que Justo Gil no encierra ninguna grandeza, ninguna belleza, ninguna esperanza.