No, a mí el turismo me parece tan enajenante como la religión. Más que ir de vacaciones, yo viajo. Podría recitar de memoria lo que Paul Bowles dejó escrito sobre la diferencia entre el turista y el viajero:"Mientras el turista, por lo general, regresa a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra". Eso soy yo, sí, un viajero, un viajero auténtico, alguien que no tiene más patria que la memoria del siglo. En fin, que soy un viajero.
Dada mi condición, no tengo tratos con agencias, turoperadores y demás corruptores del espíritu aventurero. No suelo planificar mis viajes más allá del día siguiente, por lo que tengo de sobras con un pasaje (online, por supuesto) sin fecha de retorno. Un viajero, y perdón por la insistencia, es un individuo que carece de conciencia del regreso.
A la hora de alojarme, no tengo más restricción que la de evitar el roce con los especímenes all-inclusive, sobre todo si son españoles (sólo saludo a los vascos, tan campechanos). En general me decanto por albergues, hostales o, en ocasiones, la vivienda de algún lugareño. Esta circunstancia, unida a mi proverbial apertura de mente, propicia que me vaya despojando de mi yo occidental para acabar convertido en un nativo más, así me encuentre en el Caribe o en el barrio de la Boca. Para alcanzar el nirvana, no obstante, no basta con abstraerse de los resabios avarientos que imprime en nosotros la "civilización" (y esposen la palabra con todas las comillas que haga falta; y si es menester decirla en voz alta, no tengan reparo en alzar las manitas y doblar repetidamente los dedos índice y corazón, truncada Victoria). No, los viajeros de verdad no sólo tendemos a disolvernos en el eco de un tam-tam, también llegamos a cuestionarnos de raíz el punto de vista con que observamos el mundo, ese mundo, ay, que parece ensancharse por momentos.
La incorporación a nuestra mentalidad de valores como la candidez, la inocencia y aun esa risueña pereza del intelecto que tanto ha contribuido a evitar que germine la malicia, puede conducir a situaciones que, en otras latitudes, serían tenidas por una apología del crimen. A mediados de los noventa, anduve varios días por la selva lacandona con un grupo de nómadas dedicados a la propagación de una nueva cultura convivencial. Pues bien, esos mismos nativos, con arreglo a la acostumbrada distorsión típicamente occidentaloide, eran tildados de... ¿lo adivinan? En efecto, terroristas. ¿Ver para creer, no? Ante realidades como ésa, que tantas contradicciones rezuman, uno no puede por menos que constatar que la sedicente "civilización" (fiu, fiu), sigue mostrándose incapaz de interpretar el albedrío ajeno; incapaz de aceptar que el hecho de que en nuestra sociedad no haya lugar a que ciertos conflictos se expresen de forma violenta no obsta para que cada pueblo escoja su camino.
En la cerril taxonomía desarrollista, cualquier país con arañas y culebrillas es considerado "de riesgo", por lo que la presión para que los turistas se vacunen se vuelve insoportable. Afortunadamente, y es éste otro rasgo que me distingue del turista, yo dejé de vacunarme cuando cobré conciencia de que el afán de sobreprotección de nuestras autoridades (¡tan hipócrita!) no sirve sino a la hegemonía de un modelo cultural en que cualquier signo alternativo se tiene por peligroso (¿peligrosa para quién?, ¿no será para el lobby farmacéutico?).
Sea como sea, y gracias a que jamás me he vacunado contra nada (¡menos aún contra las infecciones imaginarias, fruto de la sugestión que obra en nosotros la nauseabunda medicina convencional!), he tenido la oportunidad de contraer las mismas enfermedades que contraen los nativos de los lugares que visito (a los que viajo, perdón). Así, he logrado relacionarme en pie de igualdad con sus gentes, sin la superioridad que gastan los turistas. Fruto de esta superlativa integración, o tal vez habría que decir mimetización, presumo de cientos de amigos por todo el planeta. Y es que lo importante no es llevarse consigo algún que otro recuerdo (una forma de expolio como cualquier otra), sino dejar el recuerdo de uno. Ni que decir tiene que ese recuerdo no tiene por qué ser material, por mucho que los lacandones se acabaran quedando con mi Ipad y mi dinero. No, basta con haber querido comprender al Otro, al Diferente, con haberse puesto en su piel. En cualquier caso, si uno se ve obligado a efectuar alguna compra, siempre es preferible la artesanía sostenible al souvenir global.
Marcho en paz, sin saber a qué rincón del mundo se encaminan mis pasos. Hasta la victoria. Siempre.