Ante tales distorsiones, resulta preciso acudir a fuentes tan solventes como Richard Pipes, autor del célebre libro, “Historia del comunismo”, donde señala que “el comunismo no era una buena idea que salió mal sino una mala idea”. Por eso, la culpa no fue de los gobernantes de los países comunistas sino de la misma teoría que pergeñó el satánico Marx.
Uno de los fundamentos del marxismo es la abolición de la propiedad privada. Para el comunismo, la propiedad privada era un fenómeno histórico transitorio que desaparecería cuando se estableciera el comunismo. De este modo, las injusticias que se le imputan a la propiedad acabarían.
Pero la propiedad es un hecho histórico que nunca ha dejado de existir en ninguna sociedad. Las personas que tienen cosas en común, apunta Pipes, “son más propensas a reñir que quienes las poseen en régimen de propiedad privada”. La experiencia ha demostrado que conseguir el igualitarismo tiene un precio muy alto: supone sacrificar a las personas para impedir que haya diferencias, privarles de su esfuerzo y someterlos a una servidumbre feudal. El autor señala que “para forzar la igualdad de posesiones es necesario institucionalizar la desigualdad de derechos”. Las purgas, exterminios y hambrunas del socialismo buscaban esa “igualdad”. Y ese fin llevó al cementerio a 100 millones de personas, cuya única culpa era querer sobrevivir.
Otro de los rasgos del comunismo, fue, aunque el autor no lo cita, el polilogismo de clase. Según esta teoría, cada clase tiene su propia lógica y la de la clase obrera es la única válida. De ahí derivan con la dialéctica hegeliana que el proceso histórico conducirá a la sustitución de una opresión burguesa por una dictadura del proletariado. En definitiva, se ofuscan en vender la estúpida teoría de que la realidad es maleable y de que sólo a algunos la verdad se les revela por la clase a la que pertenecen. Lo cierto es que no difiere demasiado de lo que sostenían los nazis con respecto a las razas. En este sentido, ambos movimientos totalitarios comparten el odio al individualismo y al capitalismo; de ahí que durante un tiempo mantuvieran excelentes relaciones. Por ejemplo, Hitler ascendió al poder porque los comunistas alemanes, a las órdenes de Stalin, se negaron a coaligarse con los socialdemócratas. Posteriormente, Stalin firmó con Hitler, el Pacto Ribentropp-Molotov cuyo objetivo era repartirse el mundo. Por último, cabe resaltar que Hitler estaba tan enamorado del sistema represivo soviético que copió el gulag soviético y lo aplicó al exterminio de los disidentes, especialmente, de los judíos.
Quizá el tercer pilar del pensamiento marxista sea la teoría de la explotación de Marx. Según el autor de “El Capital”, como el trabajo es la única medida del valor de las cosas, al trabajador se le paga un salario de subsistencia inferior al número de horas que dedica y el empresario se queda con la plusvalía, robándole así el fruto de su trabajo. Pero los salarios surgen con la llegada del capitalismo y, además, los productos no se valoran por el número de horas de trabajo en ellos invertidas. La medida del valor es la utilidad marginal. El precio de un producto deriva de un intercambio en el que ambas partes salen beneficiadas, de lo contrario no se produciría dicho canje. El empresario, además, adelanta el salario a sus trabajadores antes de que se acabe la producción y se vendan los productos y el beneficio que él obtiene es fruto del interés. Esto es, invierte una cantidad que había ahorrado y dicho dinero no vale lo mismo en ese momento que posteriormente. En consecuencia, el papel del empresario es claramente positivo puesto que ahorra al trabajador el esfuerzo de esperar a obtener su retribución cuando la producción finalice y los productos resultantes se coloquen en el mercado.
Como se puede comprobar en el libro, Pipes, recuerda que la única explotación real es la que se da en los países comunistas, en los que existen dos clases, los pobres y los ricos. Los pobres son todos aquellos que tienen que denunciar a sus vecinos, hacer alarde de sus convicciones anticapitalistas y trabajar sin derechos laborales y sindicales. Los ricos, en cambio, son aquellos que forman parte del “aparato coercitivo” del Estado, los arribistas que son capaces de sacrificar a sus semejantes en nombre del dichoso bien común.
Pero no es sólo que el marxismo cree una sociedad esclavista sino que su savia es la miseria. Lenin fue claro al respecto: “el hambre es progresista porque destruye la antigua economía campesina y prepara el camino al socialismo”. También, el maestro de Stalin, demostró que cualquier cosa vale contra el pueblo. Así, lo gaseó, causó hambrunas que condujeron a la muerte a más de 5 millones de personas y erradicó a todos los que no le rendían pleitesía. Otro tanto, sucedió en la China de Mao, en Camboya gracias a los jemeres rojos, o actualmente, en Cuba de la mano del camarada Fidel.
Si se ha demostrado que el socialismo no sólo mata sino que sus ideas son antinaturales, es preocupante pensar que todavía buena parte de la izquierda ataca el capitalismo y le acusa de empobrecer a la sociedad. Tal es la preocupación de la izquierda por los pobres que la historia ha dejado patente que los han multiplicado por millones. Incluso la socialdemocracia ha sido responsable de inflaciones galopantes, paro e incremento de la criminalidad. Las pruebas que ofrece Richard Pipes a lo largo de su libro sobre el comunismo son concluyentes: estamos ante una ideología asesina. Obviar este hecho, conduce a repetir los errores del pasado. Por eso, recomendamos la lectura de “Historia del Comunismo”.
Richard Pipes, Historia del Comunismo, Barcelona, Random House Mondadori 2002. 222 páginas