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SIBARITISMOS

Cuando Lucifer se encontró al Diablo (y a un ángel)

Se supone que el verano es para ir en bicicleta, zambullirse en el dolce far niente y aproximarse asintóticamente al encefalograma plano entre tintos con Casera y viajes en grupo a San Petersburgo. Así que el estreno de Desgracia puede considerarse un insulto por los amantes de las tradiciones.

Se supone que el verano es para ir en bicicleta, zambullirse en el dolce far niente y aproximarse asintóticamente al encefalograma plano entre tintos con Casera y viajes en grupo a San Petersburgo. Así que el estreno de Desgracia puede considerarse un insulto por los amantes de las tradiciones.

La adaptación de Steve Jacobs de la magistral novela de J. M. Coetzee es como gritar "¡Tiburón!" en una playa infestada de familias domingueras. Ganas de molestar haciendo complejos análisis de la existencia cuando el personal está tan ocupado dilucidando si la selección española debe jugar con uno o dos delanteros.

Coetzee (pronúnciese Cutsía) es un escritor desalmado. Es decir, inhibe su yo a favor de los yoes de sus personajes. Antiunamuniano. El lector dependiente del autor, la mayoría, se sorprende de que no haya claves explícitas sobre lo que debe sentir hacia unos personajes que pocas veces hacen lo-que-(supuestamente)-deben. Coetzee cortocircuita así uno de los vicios más extendidos de los lectores accidentales: la identificación con alguno de los personajes (vulgarmente conocidos como "héroes") y el repudio de otros (usualmente "los villanos", que en las adaptaciones hollywoodenses además son feos).

Su obra maestra es esta novela publicada poco antes de que le dieran el Nobel de Literatura y por la que ganó por segunda vez, ¡hazaña!, el premio Booker. En la Suráfrica de la que Coetzee es oriundo, David Lurie (John Malkovich) un profesor universitario cincuentón y de vuelta de todo, es sometido a juicio por acoso sexual a una alumna. Las cosas no son tan sencillas, sin embargo, como parece creer la asociación Mujeres contra la Violación cuando ponen en marcha una Campaña de Sensibilización Popular contra las Violaciones y le mandan mensajitos por debajo de la puerta de su despacho del estilo "Se acabó lo que se daba, Casanova". Que el profesor y la alumna hayan coincidido en un curso sobre Literatura Romántica (Byron y Wordsworth sobre todo) que impartía el primero explica muchas cosas. Cuando en clase se lee, acompañado de la mirada estrábica de Malkovich,

Pudo
en ocasiones renunciar a su bien por el bien ajeno,
pero no por compasión, ni porque debiera,
sino porque alguna extraña perversión del pensamiento
lo llevó a seguir adelante con secreto orgullo
y hacer lo que pocos o ninguno hubieran osado;
ese mismo impulso, en el momento de la tentación,
así también engañaría su espíritu arrimándolo al crimen

podemos sentir el estremecimiento de que cualquier cosa puede ocurrir. Y con toda probabilidad, nada bueno.

Nuestro profesor es un tipo sumamente antipático. Fascinante por el corazón salvaje y el cerebro analítico que muestra con desparpajo, pero sumamente desagradable. Un Lucifer encantado de conocerse, con su gusto aristocrático, su fina erudición y su atractivo para con las mujeres. Casi sentimos que lo echen a patadas y que deje de impartir sus perlas poéticas a unos alumnos "postcristianos, posthistóricos, postalfabetizados". Y eso que su via crucis no ha hecho más que empezar...

La adaptación que ha hecho Steve Jacobs es fiel al original. Humildemente se pliega ante el talento del creador, como hacen los buenos directores de orquesta cuando interpretan a los grandes genios. Su interpretación de la partitura de Coetzee ha sorteado algunos escollos de consideración. Por ejemplo, la tópica y temible voz en off que en esta ocasión brilla por su ausencia. Gran acierto. Usualmente se utiliza la voz de fondo del protagonista para hacernos sentir próximos a él y, horror, para que comprendamos sin esfuerzo, todo muy masticado, sus motivaciones, expuestas de una forma lineal y simple. Sin esa muleta para incapacitados mentales, apenas asistidos por la histriónica interpretación de Malkovich –que vuelve a encarnar un papel con la ductilidad y la presencia que demostrase en el vizconde Valmontde Las amistades peligrosas– nunca sabemos lo que pasa por la cabeza del profesor, apenas lo intuimos, casi siempre lo tememos.

Para relajarse un poco de tanta presión moral y política, Lurie va a visitar a su hija lesbiana Lucy (Jessica Heines) a la granja que posee en el interior del país –que sea lesbiana es un rasgo de humor negro, y lo de negro va con segundas y hasta terceras intenciones teniendo en cuenta la disección de esa cosa llamada alma humana que realiza Coetzee con la frialdad de un antropólogo alienígena–. Allí se la encuentra compartiendo granja con un agricultor negro, Petrus (Eriq Ebouaney) simple y astuto como sólo puede serlo quien ha sobrevivido a base de diabluras en un ambiente de penalidades. El profesor Lurie, como si estuviese inmerso en el proceso de reeducación del Libro Rojo de Mao, ayuda en las tareas agrícolas y en el paseo de los perrazos que posee su hija. Mientras, compone una ópera: Byron en Italia. Sin embargo, ni los rottweiler ni los pastores alemanes podrán impedir la brutal agresión de la que serán objetos los dos y que desencadenará una espiral de ¿violencia? No, no estamos ante Sam Peckimpah y sus perros de paja y esto no es una adaptación de Cormac McCarthy y sus países sin viejos. Más bien nos encontraremos con unos chacales de fuego y humo ante los que Coetzee hace bailar a sus personajes al son de aquella extraña melodía dodecafónica titulada "Si os abofetean, poned la otra mejilla". La espiral será de redención. Y la música silenciosa que suena entonces es aquella tan rara de "Los últimos serán los primeros".

Algunos de los comentaristas "postcristianos, posthistóricos, postalfabetizados" de Coetzee & Jacobs han visto en la novela un sesgo racista. Eso es como acusar a Nabokov o a Jesucristo de filopederastas por escribir Lolita o por lo de"dejad que los niños se acerquen a mí". Otros, igualmente superficiales pero más bondadosos, la han visto como un canto a la alianza de civilizaciones y los sacrificios asociados al consenso. Por mi parte, la veo más bien como una estupenda y lúcida –por lo tanto, cruel– comedia satírica sobre el final del apartheid en Suráfrica. Y desde una perspectiva más abstracta, pero no por ello menos sangrante, como un análisis a escalpelo limpio de la estructura de poder y dominación sobre el que está montado ese fenomenal depredador denominado homo sapiens sapiens. En todo caso, sería racista a partes iguales contra la estupidez de los blancos y la maldad de los negros. En definitiva, como le dice su ex mujer, Rosalind, todo no es más que "una desgracia y una vulgaridad". Y no queda claro qué es peor.

Demoníacamente hilarante, lírica y reflexiva a partes iguales, siempre temible, Jacobs ha hecho del paisaje surafricano un personaje con entidad propia: devastador en su inmensidad y en su aridez. Gracias a unos actores con el alma marcada en el rostro, el mencionado Malkovich, pero también la supererogatoria Jessica Haines, en un papel dificílisimo que hace recordar al idiota de Dostoievski & Kurosawa, y el lovecraftiano y terráqueo Eriq Ebouaney, con sus razones antiguas como las piramides, la película aguanta el tirón de su hermano libresco y deja al espectador con la misma sensación: la boca seca y el alma inquieta. Nada que no pueda remediar un tinto de verano.

Desgracia. Mondadori, Barcelona, 2000. 257 páginas,

Desgracia. Australia, 2008, 120 minutos. Director: Steve Jacobs. Guión: Anna María Monticelli. Intérpretes: John Malkovich, Eriq Ebouaney, Jessica Haines.

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