Brighton está situada en un enclave marítimo al sur de Inglaterra. Los días claros dicen que puede verse la costa francesa y los vascos, sobre todo si son de Bilbao, podrían llegar a vislumbrar las playas de Bermeo o San Sebastián. Desde el cercano aeropuerto de Gatwick se llega a la estación de cristal y hierro azul y blanco diseñada por David Mocatta en el siglo XIX en la que nos reciben los vuelos de las gigantescas gaviotas que seguramente causarían una gran impresión en el jovenzuelo Hitchcock cuando fuera a pasar un día de playa con su familia. De aquellos graznidos, una gran película. Bajando desde la estación por Queens Road se llega a una playa anaranjada, de grandes chinos, flanqueada por dos embarcaderos de madera, uno destinado al ocio, incluido un pequeño pero matón parque de atracciones, y otro que ha sido devorado por el fuego en varias ocasiones y del que finalmente solo queda su esqueleto calcinado.
Dado que esta es una tierra en la que se miman las tradiciones, se preocupan de que el tiempo sigue siendo particularmente inestable así que tráiganse si quieren el bañador, la toalla y el aftersun por si cuela un día de pertinaz solana pero comprobarán al llegar que los nativos lucen una sospechosa piel lechosa y que cuando quieren darle color lo que hacen es tatuársela con todo tipo de flores, calaveras y animales mitológicos. No es ciudad Brighton para venir a tostarse al sol pero sí para largas y frescas caminatas por el paseo marítimo o por los acantilados cercanos, denominados las Seven Sisters, níveos y abruptos cortes de tierra que llegan en picado hasta el mar.
El atractivo de una playa luminosa y fresca se complementa con el bullicioso y variado centro comercial de la ciudad, un pequeño laberinto en las que estrechísimas calles flanqueadas de joyerías de alto copete y de la más sofisticada moda se alternan con otras más largas y amplias en las que se ofrecen vestimentas y calzado vintage y alternativo junto a librerías de segunda mano. Las tiendas y las calles tatuadas, como las personas, por un grafiti elevado a la categoría de auténtico arte callejero nada que ver con el vandalismo de pintadas rijosas que asola España. Todas ellas, tanto las enrevesadas y lujosas del barrio de los Lanes como las bohemias y alternativas de los North Laine, salpicadas de cafeterías y pubs de viejas maderas y altas cristaleras en las que sentarse a echarle otro vistazo a las compras realizadas mientras se saborea un té o una cerveza afrutada. Recomiendo buscar aquellos pubs en los que en ese momento estén ofreciendo un concierto en directo o a los artistas callejeros que en cualquier esquina estén ofreciendo un recital pop ya que suelen ser fenomenales. Mientras que en España en esos mismos momentos la gente estará buscando una sombra en la que resguardarse del sol asesino, aquí se sentirán más bien como caracoles, prontos a sacarse de encima la chaqueta de entretiempo en cuanto un rayo de sol se adivine entre las nubes blancas y grises que le harán sentirse en un otoño adelantado.
A partir de las seis de la tarde cierran sus puertas los comercios de los Lanes y de North Laine y comienza a prepararse los indígenas para la noche cervecera. Entonces se iluminan los restaurantes, pubs y clubs, empiezan a correr las pintas y las terrazas y las calles se llenan de conversaciones en las que jamás se alza la voz, debido a la exquisita educación británica y también, todo hay que decirlo, al ejército de gorilas que flanquean cada garito y que incluso te cachean como te vean con pinta sospechosa o lleves un bulto tipo mochila. Mi favorito es el Seven Stars, en la zona de los Lanes, pero también son para disfrutar (y la lista ha sido seleccionada por mis acompañantes, mucho más expertos en estas lides que yo que me iba a la maravillosa reliquia cinematográfica Duke of York’s a ver The tree of life) The White Rabbit, Queen’s Head, The Hope, The King and the Queen, The Ink...
Como comprobarán por los nombres, los británicos siguen siendo fieles a la monarquía y también en Brighton es posible disfrutar de un pedazo de historia de los reyes que un día fueron imperiales en el Royal Pavilion, un coqueto y peculiar palacete de verano en el que Jorge IV venía a disfrutar de sus amantes y sus comilonas rodeado de un exotismo indio y chino no por prefabricado y delirante menos atractivo. Contemplando los dragones que cuelgan del techo en el gran comedor principal uno entiende la pasión británica por las sagas del tipo de Juego de Tronos y por decorarse el cuerpo de forma masoquista en plan David Beckham.
Brighton es también una ciudad dormitorio de Londres gracias a que por tren la ciudad está a cincuenta cómodos minutos de la estación Victoria. Así que en cualquier momento es posible dar al salto a la capital a darse un chapuzón de cultura y consumismo por todo lo alto. No les voy a hablar de los British Museum o National Gallery habituales, ni tampoco de los musicales de siempre y mucho menos de New Bond Street, la avenida con los locales más caros del mundo donde exponen sus mercancías Gucci o Jimmy Choo, sino de un par de obras de teatro que merecen muy mucho la pena.
En primer lugar, porque es fácil conseguir entrada, Betrayal de Harold Pinter, que se representa en el Comedy Center en el área céntrica de Piccadilly. Es una obrita de cámara para solo tres intérpretes, en esta ocasión la cinematográfica Kristin Scott Thomas que lo borda junto a Ben Milles y Douglas Henshall, que constituye un prodigio de observación psicológica y de sensibilidad existencialista por parte de Pinter. Al parecer es el retrato de alguna de las aventuras matrimoniales en las que se vio envuelto el autor, una compleja relación adúltera en la que a un tipo le pone los cuernos su mejor amigo. Todo muy british, por supuesto, es decir, poco sexo y mucha ironía, una explosión sentimental enclaustrada por las buenas maneras pero que cuando estalla sorprende por su violencia. Como debe de ser la errupción de un volcán en las profundidades marinas. Pinter juega con los periodos temporales de la relación ya que empieza por el final y termina por el principio, alternando los encuentros y desencuentros, las mentiras y las traiciones, haciendo así que la complejidad formal de la estructura refleje la todavía más complicada estructura sentimental entre los amigos, amantes y esposos. Todo ello acompañado de unas interpretaciones en el filo de la emocionalidad y una dicción inglesa de manual.
Para Ricardo III, sin embargo, está todo sold out hasta el fin de las representaciones en septiembre, pero no hay que desesperar. Sin duda, el tirón del muy popular Kevin Spacey haciendo del protagonista tullido de cuerpo y alma junto a la dirección del oscarizado Sam Mendes ha hecho que sea un must see. Y que sea el lugar de la representación el mítico Old Vic, más allá del puente de Waterloo según se viene desde el Parlamento, por donde pasaron Olivier y Guielgud, ayuda a que sea un acontecimiento para no perderse. Aunque como digo ya no es posible comprar entradas, en taquilla existe la costumbre de poner a la venta el mismo día del espectáculo y unos minutos antes de que empiece la representación las invitaciones y devoluciones que finalmente no van a ser ocupadas. Además, claro, de las que los propios espectadores se acercan a vender por su cuenta y riesgo. El día que estuve, y tras hacer una cola –otra simpática tradición británica– de una hora aproximadamente, quince personas conseguimos hacernos con una localidad (la mitad final de la cola tendrá que llegar un poco antes otro día). Recientemente había visto en España una versión reducida de Ricardo III a cargo de la compañía Atalaya, así que la tenía fresca en la memoria. Pero en esta ocasión la representación era completa, palabra por palabra que escribió Shakespeare, y se iba a las tres horas y pico. Sin duda, un Shakespeare representado por los ingleses es algo que debe contemplarse pero sin que tengan el monopolio de la interpretación de su bardo. De hecho, las más suculentas adaptaciones cinematográficas de sus tragedias han sido realizadas por un japonés (Kurosawa en dos ocasiones, Trono de sangre y Ran) y por un norteamericano (Welles en otras dos, Otelo y Campanadas a medianoche). Lo mejor siempre de una representación inglesa de Shakespeare es que no se pierde la música de la lengua pero en cuestiones que afectan a la representación misma todo es mucho más discutible. En este caso creo que Spacey está sobreactuado y no termina de cogerle el punto al personaje, aunque creo que es el más difícil de interpretar de toda la obra de Shakespeare, incluyendo Hamlet, porque es malvado y poderoso aunque tiene que aparentar ser ridículo e inofensivo. Y eso, ¿cómo se hace? No solo haría cola durante una semana sino que mataría por ver a Peter Dinklage, el enano de Juego de tronos, haciendo el personaje.
Hay unas siglas que tatúan muchísimas paredes en Inglaterra: CCTV, que significan Closed-Circuit Television. Es decir, que hay multitud de cámaras que están vigilando constantemente lo que se hace en las vías públicas. Este Big Brother, que fue puesto en la picota por el grafitero y cineasta Banksy en una de sus más celebradas pintadas (One nation under CCTV) se ha convertido en una metáfora de la gran serpiente del verano en las noticias británicas a cuenta del escándalo de las escuchas ilegales que han realizado algunos periódicos del (hasta ahora) todopoderoso magnate de la prensa Rupert Murdoch. Se lo encontrarán por todos lados, como si fuera una chirigota que hubiese escrito el mismísimo William Shakespeare que escribió aquello de "Inquieta está la cabeza que porta una corona".