Repetiré aquí una idea general que forma parte de mi concepción política del mundo. Creo que es el fundamento de las democracias desarrolladas. En verdad, depende de una forma de ser hombre: o caminas erguido o, por el contrario, eres un arrastrado. Mientras que el primero es un hombre libre, el segundo es un esclavo, o peor, una sanguijuela. Repito, pues, lo escrito en un periódico amigo y liberal, El Imparcial, sobre el principal problema de nuestra Universidad. Ahí va mi reiteración: la personalidad autoritaria identifica su poder con el saber y con el derecho. El poderoso dicta qué es el conocimiento y, además, trata de legitimar ese dictum con fórmulas legales o jurídicas. Por el contrario, la personalidad democrática distingue con nitidez el ámbito del poder, que siempre debe ejercerse con autolimitación, del plano del conocimiento o sabiduría, que normalmente está enfrentado al poder, y reconoce que la ley, aunque sea dura como el pedernal, debe ser igual para todos. La persona honesta, liberal y democrática distingue con nitidez el conocimiento, la ley y el poder. Pero, desafortunadamente, la personalidad autoritaria empieza a ser más común de lo que pensamos en nuestras sociedades democráticas y, sobre todo, empieza a ser preocupante allí donde debería imperar la sabiduría y la búsqueda desinteresada de la verdad: la Universidad.
El alma mater, por desgracia, está siendo amenazada, corroída y destruida por este tipo de personalidad autoritaria. Sí, las formas de intimidación, acoso y persecución laboral e intelectual por parte de estos autoritarios son múltiples y diversas. Todas ellas son horrorosas y, por supuesto, son susceptibles de ser calificadas como "conductas desviadas" y, por supuesto, están sujetas al Código Penal español, porque atentan contra el honor de las personas intimidadas, acosadas y perseguidas. Una de esas formas de acoso sobresale en algunas facultades que, por fortuna, los rectorados están enfrentando con diligencia y respeto al Estado de Derecho. Vieja, triste y ramera es aquella conducta que practican los jefes de departamentos universitarios contra algún profesor que les cae mal o, sencillamente, tratan de eliminarlo para construir sobre su sangre un ejemplo de su poder, saber y ley.
La técnica de acoso es tan simple como la mentira inquisitorial. Se buscan unos cuantos alumnos que hablen mal de un profesor y el jefecillo de la cosa le da, naturalmente, pábulo a las calumnias, si es que no están organizadas por él; y abre un proceso de carácter chequista aceptando como válidos todos los improperios, mentiras y engaños contra el profesor. El poderoso organizador del tinglado utiliza todas sus malas artes contra la víctima hasta procesarla, juzgarla y dictar condena contra el profesor, pero no contento con el desaguisado de su heroica hazaña, y quizá para lavar su sucia conciencia, le exige al perseguido por medios oscuros y ambiguos que haga alegaciones contra la condena que él ya ha dictado.
De risa, amigos, sería la cosa si no estuviéramos hablando de una dramática realidad, de algo que está sucediendo aquí y ahora en la Universidad española, y que está poniendo el alma mater a la altura de una tabernáculo de carretera comarcal. Por fortuna, España, el Estado de Derecho y la propia Universidad tienen mecanismos para detener este tipo de conductas que, obviamente, va más allá de un simple abuso de autoridad. Tienen un carácter totalitario, en efecto, porque confunden el poder con el saber y con el derecho. O se erradican de raíz estas conductas o la universidad desaparece. De momento, quede aquí esta general reflexión sobre la resurrección del viejo chequismo del año 36 en la Universidad española, pero si la cosa sigue adelante y los ánimos no se calman advirtamos con el verso de Dante: "Che saetta previsa vien più lenta".