Quien mire la foto de unos pocos dirigentes UPyD en la Puerta del Sol pidiendo la dimisión de Rajoy, y no sienta un poco de vergüenza ajena es que no tiene corazón. Yo sentí ese sentimiento, acompañado de un escalofrío raro por la espina dorsal, pero sobre todo recordé con todo mi afecto la figura de un hombre honrado. De alguien que dimitió de un cargo. De alguien que nos permite aún creer en el sueño democrático de una sociedad de individuos honestos. De alguien que nos permite apoyar las causas pérdidas. Las causas honestas. ¿Hablamos de honestidad? Sí, sí, de esa vieja dama llena de arrugas, que recibe otros nombres en la vida cotidiana, por ejemplo, honradez. Nadie se priva de apelar a ella, pero pocos se atreven a ponerle las prendas de moda. Menos todavía hallan ejemplos de honradez en nuestra vida pública. La honradez ya no es un hombre hosco y antipático que cumple justamente con su destino. La deriva de la honradez es implacable. Su falta es lo único que tenemos a la mano. Nadie ve por ninguna parte la honradez. Todos tocamos la inmundicia. Todos sospechamos de todos. Vivimos, en el ámbito de las costumbres y las creencias, de la decadencia del honrado. Peor aún, el honrado es más perseguido hoy que ayer. El honrado tiene un presente terrible. Su destino es la segregación de la anormalidad. Es un peregrino en su tierra.
La honradez, en nuestro tiempo, es antes un concepto que una tradición, una abstracción que una conducta ejemplar. He ahí una prueba del fracaso de la honradez: el concepto está por encima de su realidad. Pensamos lo que anhelamos como cantamos lo que perdemos. Nuestros coetáneos aplauden más a quienes los narcotizan con sonrisas y halagos lisonjeros, con viejos placebos y ridículos inventos, que a los hombres rigurosos que los salvan con gestos adustos. El honrado está borrado por el pillo del mapa de las buenas costumbres. Acaso por eso, por la desaparición de la escena pública del hombre honesto, la honradez es antes un discurso, una cháchara, que la precisa narración de una biografía. La honradez parece algo sin correspondencia inmediata con la realidad. No vemos sin esfuerzo mental, sin complicados rodeos intelectuales, la tangible honradez del hombre de principios.
Es como si la honradez de nuestra época careciese del necesario correlato empírico, del material sensible al alcance de todos, que exigiera Kant para que un concepto no feneciera por su ceguera. Ese algo que nos hiciera ver la vida, el pulso y la sangre de la idea de honradez parece haberse esfumado en la época del cambalache… Y, sin embargo, el destino a veces nos juega una buena pasada y conseguimos personificar la honradez de frente. Eso es, exactamente, lo que yo vi, toqué y recordé al ver la foto de Rosa Díez y dos decenas de dirigentes de UPyD en la Puerta del Sol. Vi que habían fracasado, porque un hombre honrado los había puesto en su lugar. Gracias a la foto de Sol volví con mi corazón, o sea, recordé el ejemplar comportamiento, la honrada acción, del profesor Sosa Wagner dimitiendo de su cargo en el Parlamento Europeo y marchándose de un partido que, hoy por hoy, ya no aspira a ser cabeza de ratón ni cola de león. Es sólo impostura. Por una vez venció la honradez. Otra vez, como en los peores tiempos de nuestra historia, la honradez nos parece algo propio de locos. De Quijotes. De gentes como Sosa Wagner.