
Como preconizaba Goebbels, muchas veces una mentira repetida se convierte en verdad. "El aforamiento es un privilegio; hay que acabar con eso": se lo hemos oído hasta la saciedad a políticos, periodistas y contertulios, a partir del conejo que sacó Sánchez de su chistera sin fondo, y luego con la propuesta de Ciudadanos, todavía más amplia y desafortunada.
Privilegiar es conceder a alguien una ventaja exclusiva por determinadas circunstancias. Pero atribuir la competencia para el enjuiciamiento de determinadas personas a los más altos tribunales y a los más expertimentados jueces no es ninguna ventaja, sino garantía de mayor seriedad y rigor en el enjuiciamiento. Por ello, afirmar que para acabar con la corrupción es preciso acabar con los aforamientos es tanto como acusar a los altos tribunales a los que se atribuye la competencia de juzgar a aforados de connivencia o de cooperación necesaria en la ocultación de la corrupción, lo cual es un absoluto despropósito. Otra cosa son problemas de índole práctica, que se pueden y deben corregir, de medios en la oficina judicial, para atender de forma suficiente todas las necesidades que conlleva la investigación de este tipo de procesos.
Pero pretender acabar con el aforamiento de determinados altos cargos demuestra una bisoñez política preocupante, porque olvida el origen y la historia. La profunda desconfianza que en la Revolución Francesa se tenía del estamento judicial, al que se obligó a someterse al imperio de la ley, hizo que se configuraran una serie de garantías como protección frente a los excesos de algunos jueces, no como privilegios de clase. El sistema democrático no podía quedar al albur de decisiones arbitrarias del Ejecutivo o del Judicial, de ahí la institución de la inmunidad, la inviolabilidad y el aforamiento, que –repito– no son privilegios, sino garantías en defensa del buen funcionamiento del sistema democrático ante los arbitrarios y, de otro modo incontrolables, excesos de algunos.
Al hilo de esto, les comento que otra mentira asumida como verdad es la que proclama solemnemente, cada vez que se conoce una resolución judicial, que es obligado "acatar las sentencias". Como si fueran verdades papales e infalibles...
¡De ninguna manera! Lo único obligado, atendido el art. 118 de la Constitución, es "cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes" y "prestar la colaboración requerida por [jueces y tribunales] en el curso del proceso y en ejecución de lo resuelto". Cumplir sí, pero ¿acatar? Según el Diccionario de la Real Academia, acatar significa "tributar un homenaje de sumisión y respeto", y en ningún lado pone que haya que tributar sumisión y respeto a los jueces, menos aún si sus resoluciones resultan ser un despropósito y por ello merecedoras de crítica, todo lo incisiva que se quiera.
En nuestro Estado de Derecho se puede criticar al Legislativo, al Ejecutivo e incluso a la Familia Real, hasta de forma excesiva; pero parece ser que no a los jueces, y el problema de los aforamientos, como dice el título de este artículo, son algunos jueces. Protegidos por la independencia judicial, muchas veces se olvidan del presupuesto fundamental que antecede a esa independencia, que es el sometimiento al imperio de la Ley (art. 117 CE), que no siempre respetan… Y ya no es que no eludan "el contacto con el polvo del camino" (que dijera Conde-Pumpido), sino que se se embarran hasta las trancas en la lucha política y anteponen su ideología y el color de su carnet a la recta e imparcial aplicación de la Ley.
Y entonces se desmorona todo. Y por eso es necesaria la garantía del aforamiento.
Adrián Dupuy López, abogado.