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Luis Herrero Goldáraz

Perder la magia

Si hay algo más satisfactorio que el trance de la magia es despertar y descubrir en qué medida puede emularse sin necesidad de depender de él.

Kylian Mbappé durante su partido en Anfield. | EFE

La primera vez que se escucha algo así, que alguien ha perdido la magia —quizá tú mismo—, lo primero que sobreviene es un gesto de contrariedad, aunque no sepas muy bien qué significa eso de la magia y tampoco que pudiese perderse. Yo estoy seguro de que si alguna vez un asesino en serie retirado le explicase a su vecino las razones por las que dejó de matar diciéndole que nada, que simplemente aquello perdió la magia, el interlocutor, antes de procesar la información, lo primero que haría sería preguntar por qué casi entre lágrimas. Esto es así porque lo segundo que sobreviene cuando se oye esa expresión es la tristeza. La magia no es algo que debiera poder perderse. La magia es algo que, si se da, no debería acabarse nunca, como los sueldos de los presidentes o como los padres. Nada más cruel en esta creación que la invención de la magia, teniendo en cuenta que sirve sobre todo como medidor de lo que falta cuando ya no está.

Además está el hecho de que nunca avisa antes de esfumarse, lo que hace del ejercicio de tenerla una tarea más estresante que salir de comprarse un Gremlin y que se ponga a llover. En la magia siempre hay algo de trance. Algunos diríamos que un todo. Y por eso suele ocurrir que uno sólo sabe que la tiene cuando ya ha acabado de provocarnos sus efectos. Cuando, después de una cita en la que todo fluye, por ejemplo, uno regresa a casa y se dedica a repasar consternado todas las líneas de guión, alucinando todavía con su hasta entonces inaudito sentido del humor, descubriéndose facetas nuevas mirando al techo igual que si estuviese abriendo regalos el día de Navidad. Como si durante unas pocas horas le hubiese tocado Dios.

Esto es un problema, naturalmente. La magia es incontrolable porque lo que hace la magia es controlarte a ti. Y así, no me cuesta demasiado ponerme en la piel de Mbappé en Anfield, recibiendo balones como si fuesen balas. Tardando en controlarlos más que lo que tarda un comunista en entender el interés compuesto. Haciendo los mismos gestos que ha hecho siempre, aunque cada vez con menos ganas. Tirando los mismos amagos, probando los mismos cambios de ritmo, chutando con la misma técnica. Y estrellándose inexplicablemente contra aquellos defensas a los que antes atravesaba sin saber muy bien por qué.

Yo a Mbappé me lo imagino en el vestuario al acabar el partido mirándose los tacos, más preocupado por comprobar si ha olvidado también a desatárselos y si va a tener que pedirle a Bellingham, así en bajito, que se los quite él. Quizá, después de eso, comience un camino de reeducación de los que en las películas ocupan varias tomas solapadas mientras por ahí arriba suena The Eye of the Tiger. Un proceso lento y trabajado en el que tenga que volver a aprender a esprintar sin tropezarse. A dar pases solamente a quienes lleven su misma camiseta. A chutar apuntando a las partes de la portería en las que no esté, parado como un muñeco, el portero. Y a recuperar poco a poco la confianza en todo aquello que sí que puede controlar. Probablemente deberá encarar la posibilidad incierta de que nunca vuelva a sentir la magia llevándole en volandas por los campos europeos. Pero está bien así. Si hay algo más satisfactorio que el trance es despertar de él y descubrir en qué medida puede emularse sin necesidad de depender de él.

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