No quería ser Papa: sólo quería ser el profesor Ratzinger, fino teólogo, formidable docente, melómano amante de Bach y Mozart. En 1977, cuando fue designado obispo de Múnich, consultó a su confesor si sería correcto declinar la responsabilidad (le dijo que no); en cuanto a la elección pontificia de 2005, la recibió así, según contó en su cuarto libro-entrevista con Peter Seewald, Luz del mundo: "En realidad, yo esperaba tener por fin paz y tranquilidad. […] En el momento en que fui elegido le dije al Señor: "¿Qué estás haciendo conmigo? Ahora la responsabilidad la tienes Tú. ¡Tú tienes que conducirme! Yo no puedo".
Al elegir Papa a Joseph Ratzinger, la Iglesia puso toda la carne en el asador: confiaba su destino a uno de los grandes intelectuales de nuestro tiempo, capaz de debatir de tú a tú con Jürgen Habermas, Paolo Flores d’Arcais o Marcello Pera. Si las causas del declive de la fe fuesen filosóficas, Benedicto XVI era el cirujano más cualificado para taponar la sangría. Él estaba en condiciones de ofrecer una apología intelectual de la fe a la altura del siglo XXI.
Y dio la talla de sobra. Quienes luchamos desde 2013 por conservar la fe a pesar de las declaraciones vaticanas recordamos con nostalgia aquellos ocho años en que, al contrario, encontrábamos en ellas luz y alimento.
La crisis del cristianismo es una crisis de la (noción de) verdad. El concepto "verdad" parece hoy casposo y autoritario; los adalides del "pensamiento débil" postmoderno (los Lyotard, Vattimo, etc.) decretaron que la verdad era "un tirano metafísico", y el ciudadano de a pie se apresuró a concluir que "cada uno tiene derecho a su verdad". La única verdad incuestionable es que no existen verdades incuestionables: es la "dictadura del relativismo" que diagnosticó Ratzinger en la misa "Pro Eligendo Pontifice", previa al cónclave de 2005: "Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos".
En realidad, la "dictadura del relativismo" es efectivamente dictatorial, pero sólo aparentemente relativista. No, no se permite que "cada uno tenga su verdad": quien discrepe de los nuevos dogmas de la ortodoxia woke (por ejemplo, que uno puede escoger su sexo, o que las mujeres, las razas no blancas y las minorías sexuales son oprimidas por los varones blancos heterosexuales) se expone a formas de "cancelación" que van desde la expulsión de las redes sociales al linchamiento mediático o la pérdida del empleo.
Occidente está cayendo en una espiral de irracionalidad, emotivismo e histeria, una espiral que puede llevarse por delante la libertad ordenada, el debate civilizado y las demás conquistas razonables de la modernidad. Benedicto XVI entendió que el eclipse de la razón sería también —está siendo ya— el del cristianismo. De ahí su defensa impenitente de la confianza en la razón, de la capacidad humana para acceder a la verdad a través del uso correcto del intelecto.
El cristiano coherente confía en la razón porque cree que el corazón de la realidad es una Inteligencia eterna, no la materia inerte. En realidad, esa es la disyuntiva ontológica fundamental: o en el principio fue el Espíritu, la razón, y esta creó la materia, la naturaleza, y finalmente el hombre, o en el principio fue la estupidez mineral, que por puro azar autocombinatorio habría terminado creando una criatura racional. Para el materialismo, la racionalidad no es el fundamento de la realidad, sino algo que ocurre en el cerebro de una curiosa especie de primates recién llegada a un planeta insignificante de una estrella de tercera. Benedicto XVI lo expresó así en su discurso de Ratisbona (2006): "¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita la evolución, o la Irracionalidad que, carente de todo designio, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Ésta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional. Los cristianos […] creemos que en el origen está el Verbo eterno: la Razón y no la Irracionalidad".
Los occidentales postmodernos han dejado de creer en Dios porque dicen preferir creer en la ciencia. En realidad, la ciencia no habría existido sin la fe en Dios (lean a Needham, Whitehead, Stark, Soler Gil…). Si la ciencia surgió precisamente en Occidente fue porque sólo aquí se creía en un Dios racional que crea un universo estable, autónomo, racionalmente comprensible. La inmensa mayoría de los primeros científicos —de Newton a Copérnico, de Galileo a Pascal, de Maxwell a Faraday— fueron profundamente religiosos. Galileo basaba su búsqueda de las leyes del movimiento planetario en su convicción de que "Dios ha escrito el libro de la naturaleza en caracteres matemáticos".
Todas las grandes aportaciones de Occidente a la humanidad —la ciencia, los derechos humanos, las nociones de dignidad humana e igualdad ante la ley, la separación de poderes, la libertad religiosa…— son frutos —en algún caso paradójicos— de la cosmovisión cristiana. Benedicto XVI fue el gran defensor de ese legado; también, el crítico que alertó lúcidamente de cómo todo ello está en peligro una vez privado de su fundamento metafísico. "Los aspectos positivos de la modernidad deben ser reconocidos sin reservas: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre […] Mi intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo" (Discurso de Ratisbona).
Durante ocho años, Benedicto XVI le dijo a Occidente que la razón humana es digna de confianza porque el hombre es imagen de un Dios que es razón, Logos. Y que la razón permite el acceso al bien, la verdad y la belleza objetivas. Pero Occidente ya no cree eso. La cultura postmoderna quiere seguir hablando de derechos humanos sin tener ya un fundamento para ellos (si el hombre es una especie animal más, surgida por azar de una evolución ciega, ¿por qué tendría dignidad o derechos innatos?). Quiere seguir hablando de democracia, olvidando que la democracia no es viable si no se apoya en unos fundamentos que estén, ellos mismos, sustraídos a la regla de las mayorías. Quiere seguir hablando de libertad, aunque en realidad cree que el hombre es un "autómata neuronal", esclavo de su programación genética, sus instintos y sus condicionamientos ambientales. Quiere seguir hablando de igualdad, pero excluye de la protección de la ley a los no nacidos (uno de cada cinco embarazos termina en aborto) y establece asimetrías legales según se trate de hombres o mujeres, blancos o negros. Quiere seguir hablando de valores, aunque es cada vez más incapaz de determinar cuáles son y en qué se basan. Quiere seguir hablando de progreso, pero no cree ya que la Historia humana se dirija a ninguna meta. Quiere seguir hablando del futuro, pero declina tener hijos —las tasas de fecundidad están un 30% o 40% por debajo del índice de reemplazo— condenándose así a la extinción. Quiere seguir hablando de ecología y respeto a la naturaleza, pero niega que exista la naturaleza humana y se arroga el derecho de derogarla o modificarla a capricho. Quiere seguir hablando de amor, pero por amor no entiende la entrega abnegada, sino la sacralización del propio capricho.
Como dijo Chesterton, Occidente renegó de lo sobrenatural para afirmar lo natural. Y he aquí que la naturaleza misma está siendo negada; he aquí que estamos derivando hacia lo antinatural y lo postnatural. El respeto que imponía la naturaleza procedía en realidad de la majestad del Autor de la naturaleza, cuando se creía en uno. "Una mentalidad que se ha ido difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a cualquier referencia a lo trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo humano. La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y social" (Discurso al Consejo Pontificio para los Laicos, Noviembre 2011).
No, el magisterio de Benedicto XVI no consiguió una revitalización del cristianismo ni una corrección del rumbo autodestructivo de nuestra sociedad. Pese a todo, la más bella de sus encíclicas trata sobre la esperanza. Y es que la esperanza del creyente no se mide por resultados históricos, pues se refiere a lo que está más allá de la Historia, lo que "Dios ha preparado para los que le aman" (I Cor, 2:9). "Aparece como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. […] La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (Spe salvi, 2).