La señora por antonomasia
Así fue Isabel II. Pocos como ella se han ganado el derecho a descansar en paz.
Tras la debacle que para la casa real británica fue la muerte de Lady Di, se puso en marcha un aparato de propaganda que trató de que se le reconocieran a Isabel II algunos méritos. Estoy pensando sobre todo en la película de Helen Mirren y en la serie The Crown. No sé qué efecto pudo tener en el público, pero no tiene mucho sentido elevar a la reina denigrando a la hermana, al marido o al hijo. Y mucho menos fabulando acerca de cómo le cantó las cuarenta al único primer ministro con el que tuvo algún enfrentamiento y que en realidad es, dejando aparte a Churchill, el mejor sin duda de su larguísimo reinado, Margaret Thatcher. Isabel II ha sido en realidad mucho más de lo que cuentan esos films. Ha sabido encarnar a su país con dignidad durante un reinado que vio como el que había sido el mayor imperio de la historia se reconvirtió en una pequeña nación. Un país que, siendo vencedor de la Segunda Guerra Mundial, pasó casi más calamidades que la derrotada Alemania. Un país que un día en Suez vio que había dejado de ser un imperio, abandonado por los arrogantes norteamericanos. Un país cuyo poderío se encontró carcomido por las huelgas, los apagones y el descontento social, perdido por completo su camino y apenas compensado por la exportación de minifaldas, melenas y ensordecedor rock. Un país en el que ya no se respetaba nada de lo que a ella le habían enseñado a respetar, ni siquiera la monarquía. Un país que, cuando alguien acertó a levantarlo lo hizo sacrificando amplias capas de población que trabajaban en sectores que el Estado tuvo que abandonar por ineficaces en un mundo cada vez más globalizado. Y todo eso rodeada de un marido que insistía en tener su vida y un hijo incapaz de hacer ningún sacrificio en el ejercicio de su función. Mientras, ella tenía que renunciar desde muy joven a esa vida que su marido e hijo exigían tener.
Se hablará de lo que vivió y de la dignidad con la que lo vivió. Se hablará de lo que sacrificó y de lo que hizo en según qué momentos. Pero lo más importante de todo es precisamente lo que no hizo, esto es, dejar que su país, a veces a trompicones, fuera hacia donde la democracia lo llevara, no siempre al mejor de los lugares y no siempre dirigido por el mejor de los gobernantes. Ése es el gran mérito de un monarca en un régimen parlamentario. No todos saben comportarse así, mantenerse dignamente al margen, aunque ella no sea la única en Europa que sabía como se reina una democracia. El caso es que si, como le ha ocurrido al pueblo británico, se tiene la bendición de tener un soberano que sabe cuál es su papel y acierta a conformarse con él desempeñándolo con humildad, gallardía y honor según la ocasión exija, el pueblo sobre el que reine puede sentirse muy afortunado. Así fue Isabel II. Pocos como ella se han ganado el derecho a descansar en paz.
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