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José García Domínguez

En Santa Coloma no querían la inmersión (2)

Cuando les preguntaron, los ciudadanos de la localidad barcelonesa rechazaron masivamente el experimento inmersivo.

Jordi Pujol, en una imagen de archivo. | Cordon Press

Cuenta la leyenda suburbana fabricada por esa gran factoría de guionistas de cuentos chinos, la que produce bajo encargo exclusivo de la Generalitat, que la variante catalana del terrorismo cultural conocida por inmersión lingüística nació de una conversación entre un pobre hombre, cierto Jesús Martínez, ciudadano catalán de Santa Coloma de Gramanet nacido en Murcia, y otro pobre hombre, el célebre delincuente común y padre espiritual del País Petit Jordi Pujol i Soley. Así, narran extasiados los escribidores oficiales en la prensa también oficial, que en el caso catalán resulta ser toda, que el tal Martínez confesó abatido al gran Ubú que sus dos amados hijos no sabían dónde estaban las islas Medas, que aquello no podía ser, que urgía hacer algo.

Y que Pujol, de consuno con Martínez, entendió que la única manera de conseguir que los descendientes de aquel pobre murciano de Santa Coloma descubrieran la localización exacta de esos islotes sería prohibirles terminantemente hablar en castellano durante el resto de su vida escolar. Mutilación lingüística que tanto los hijos de Martínez como sus compañeros de clase celebraron luego dando gracias al gran Ubú por haberlos librado de tan pesada y vergonzante carga. Después fueron todos felices y comieron calçots a falta de perdices. La historia real, sin embargo, se aparta un poco de ese guión caramelizado.

En Santa Coloma no querían la inmersión (1)

Veamos, en el curso 1982-83, el alcalde comunista de Santa Coloma, un cura Hernández, ofreció su municipio para que otro cura iluminado, Joaquim Arenas, más conocido por Camarada Arenas –antiguo comunista pero del PSAN, si bien reconvertido al pujolismo más fanático–, usara a los hijos de sus votantes y feligreses como conejillos de indias del proyecto de la inmersión ya en marcha. Pero aquellos eran otros tiempos. Y ciertas cosas, a diferencia de lo que pronto ocurriría, todavía no se podían hacer por las bravas. Así que, muy educadamente, Arenas y sus inmersores preguntaron a los padres si deseaban que sus hijos fueran sometidos al invento. Y el resultado fue que el 84% de los consultados respondió que… no. Según la Generalitat, tres años y mucha presión después seguía habiendo en Santa Coloma en torno a un 50% de progenitores que se negaban a inscribir a sus hijos en las escuelas piloto de la inmersión. Así que al cuarto año dejaron de preguntarles si querían o no querían. La broma democrática del derecho a decidir se había acabado. Y hasta hoy.

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