De brujas vascas, almirantes fachas y otras idioteces
De nada sirve gastar saliva ni tinta intentando explicarles su error. Contra el asco que les produce el país en el que les tocó nacer no hay nada que hacer.
Mi aristocrático hígado me impide ver estas cosas, pero por Iván Vélez, erudito inalcanzable en asuntos brujescos, hernancortesinos y torquemadianos, me entero de que la película Akelarre ha ganado cinco premios Goya y está teniendo mucho éxito de público.
Empezando por el principio, no deja de ser curioso que el malo de la película sea el juez enviado por el rey de España para reprimir a las revoltosas brujas vascongadas. ¡Cuánto oscurantismo –¡y cuánta represión sexual!– el de aquellos ignorantes españoles del siglo XVII, vanguardia, al parecer, de la histeria antibrujeril de la época!
De nada le ha servido a la progresía patria, política, plumífera o cineasta –¡Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar!, chillan últimamente las femilocas–, las incontables investigaciones publicadas sobre la fiebre que sembró Europa de cenizas de miles de mujeres ejecutadas por fabricar pócimas, comer niños, volar en escobas y fornicar con Belcebú. Porque si hubieran echado un breve vistazo habrían aprendido que aquella superstición arraigó sobre todo en la Europa protestante, con Alemania, Francia, Escocia e Inglaterra a la cabeza.
Frente a los muchos miles de mujeres quemadas en los países del centro y el norte de Europa, la treintena de casos españoles llama la atención. Y tan enorme contraste vino dado porque desde un principio los inquisidores españoles consideraron el fenómeno no como producto de los ardides del Maligno, sino de la ignorancia. El influyente tratado demonológico Malleus Malleficarum, escrito por los dominicos alemanes Kramer y Sprenger en 1486, fue desautorizado por la Inquisición española en 1538, mientras que en otros países de Europa fue tenido por argumento de autoridad durante casi dos siglos más.
Pero da igual: a los españoles nos encanta flagelarnos. Desde los más egregios –Goya, Gutiérrez-Solana, Valle-Inclán…– hasta el último vecino. Por ejemplo, en la hermosa localidad onubense de Aracena los visitantes podrán comprobar cómo la explicación grabada de su trenecito turístico explica que en una plaza determinada ardieron en 1483 cierto número de brujas. Un breve vistazo a la historia basta para comprobar que los ejecutados en aquella ocasión fueron, evidentemente, judaizantes, pues en aquellos tiempos se tuvo por grave problema político la existencia de súbditos de religiones distintas de la del rey. Nada tuvo que ver en ello la superstición, a diferencia de los países en los que se desató la fiebre brujeril. Pero los responsables turísticos de Aracena han preferido horripilar a los visitantes con la evocación de una escena de histeria satánica, que es más morbosa y encaja mejor con la imagen negra de España que tanto gusta a los turistas septentrionales.
Detalle singularmente divertido –y políticamente significativo– de la película de marras es el conflicto lingüístico entre las brujas vascohablantes y los funcionarios hispanohablantes, que, congénitamente imperialistas, les afean que hablen ¡euskera batua, una lengua de laboratorio elaborada en el siglo XX!
Hablando de batua, mi diablo de la guarda me sopla a la oreja una digresión que no puedo dejar escapar. Hace quince años tuve el placer de conversar largamente con Antonio Zavala, jesuita y miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca que se destacó por su recopilación, a lo largo de medio siglo, de la tradición oral de su tierra. Para ello fundó en 1961 la editorial Auspoa, en la que publicó más de trescientos volúmenes hasta su fallecimiento en 2009.
Su ingente labor nunca recibió la menor atención por parte de los nacionalistas, esos autotitulados defensores de lo vasco. En primer lugar, porque los versos que recogió sobre las guerras de Cuba, de Marruecos, las carlistas y la francesada exudaban un patriotismo español tan contundente que levantaba jaquecas a los nuevos amos del caserío. Y en segundo, porque la tradición oral vasca, elaborada, naturalmente, en los dialectos seculares, no utilizó ni los neologismos sabinianos ni, por supuesto, un batua que aparecería mucho tiempo después.
El bueno de Zavala, hablante del dialecto guipuzcoano, abominaba del batua por considerarlo el asesino de la verdadera lengua vasca. Por eso nunca veía Euskal Telebista. Y me contó divertidas anécdotas sobre las traducciones chapuceras, dignas de for if the flies, que los linguócratas nacionalistas estaban imponiendo en la Neobaskolandia de sus delirios: en las estaciones de tren, el concepto combinación había sido traducido mediante una palabra que equivalía a la española relativa a la prenda de vestir femenina; y en los edificios de varios pisos o plantas, éstas habían sido traducidas con la palabra española relativa al vegetal.
Pero abandonemos a las brujas euskaldunberris del siglo XVII y vengámonos hasta los regidores izquierdistas del ayuntamiento de Palma de Mallorca que acaban de eliminar de sus calles los nombres de Churruca, Gravina y Cervera por franquistas. El asunto es muy distinto del de la película Akelarre, pero responde a la misma patología social: la tensa relación que, debido a una ignorancia insondable, buena parte de los españoles, ésos que a grandes rasgos suelen considerarse progresistas, tienen con la historia de su patria. Si lo de las brujas responde al placer que experimentan con la autodenigración de un pasado considerado singularmente oscuro en comparación con la luminosidad de otros países, lo de los almirantes decimonónicos responde a su necia incorporación a ese otro episodio negro de la historia de España llamado franquismo, antítesis de la celestial luminosidad de la Segunda República.
Y de nada sirve gastar saliva ni tinta intentando explicarles su error. Contra el asco que les produce el país en el que les tocó nacer no hay nada que hacer. Lo llevan en las venas.
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