Illa, Illa, Illa, ministro maravilla
Si hemos llegado al punto en el que el mejor candidato posible es un incapaz sonriente significa que nuestro problema sanitario no se reduce al covid.
Nada me ha dejado más perplejo, en las últimas semanas, que el vaticinio del CIS de que Illa ganará las eleciones catalanas. Demos por descontado que el pronóstico tezanista no sea un dechado de rectitud de intención y que la alquimia demoscópica utilizada para destilarlo sea chapucera y falaz. Aun así, el hecho de que el oráculo monclovita se atreva a colocarlo en primera posición, con tres puntos de ventaja sobre ERC, es un desafío intelectual que requiere, con toda urgencia, de alguna explicación medianamente lógica.
Dejemos a un lado, por el momento, el famoso hecho diferencial que esgrimen los catalanes para considerarse a sí mismos distintos, es decir, mejores, que el resto del mundo. Illa no ha sido en el último año y medio un actor de la vida política territorial, sino el rostro del Gobierno en la lucha contra la pandemia. Ministro de Sanidad. ¡Ahí es nada! Responsable máximo, a renglón seguido de Sánchez, de una gestión sanitaria calamitosa cargada de desafueros, embustes, incoherencias, fracasos estadísticos, negligencias culpables y patadas en la espinilla a los gestores autonómicos de signo político distinto al suyo.
Que España ha brillado con luz propia en el pelotón de los torpes, durante la batalla contra el virus, es una verdad palmaria. No necesita más demostración que la comparativa con otros lugares del mundo. Por eso me pareció una temeridad que el PSC le eligiera como candidato, y aún más que el PSOE bendijera la decisión con entusiasmo complaciente. Pensé que estábamos asistiendo a un nuevo espectáculo de enajenación mental, tan propia de los políticos que viven en la realidad paralela que refleja su espejo mágico.
Era posible que la percepción de la realidad de nuestros gobernantes no tuviera nada que ver con la de los ciudadanos del común y que ellos se vieran a sí mismos como campeones de una gestión impecable puesta en entredicho por los intereses espurios de la canallesca (como si tal cosa fuera posible) y el odio sarraceno de la Oposición. Sólo así acertaba a entender en mi cortedad mental, agravada por los efectos idiotizantes del covid, que los cabeza de huevo de Moncloa hubieran exaltado a la candidatura catalana al rostro del fracaso de gestión más lacerante de los últimos decenios.
Mi idea era que el baño de realidad, cuando se percibiera el saludo social al flamante candidato, colocaría a los inductores de la elección al borde del infarto. Pero ha sido al revés. El que está con los electrodos encabritados soy yo, no ellos. Y eso sólo puede significar dos cosas: o que el trabajo gubernamental para acabar con la pandemia tiene mucha mejor reputación social de la que yo percibo (en cuyo caso debería emigrar a Marte) o que a los votantes de Cataluña les trae a la fresca la eficacia del ministro del ramo a la hora de garantizar la protección sanitaria de los ciudadanos. La primera hipótesis se queda en casa y no tiene trascendencia social. La segunda, en cambio, sería de una gravedad inusitada.
Hace un par de semanas leí en Libertad Digital un artículo de García Domínguez, que de la cuestión catalana sabe mucho más que yo, advirtiendo que Illa podía ganar las elecciones autonómicas. Se basaba en que es un tipo que cae bien fuera de Cataluña y que no suscita rechazos significativos entre los electores de los demás partidos catalanes. Yo soy un firme defensor de la importancia que tiene la simpatía en la vida política. No hay virtud más poderosa. Sin ella, Suárez no hubiera llegado ni a procurador por Ávila. Pero aun así hay condiciones necesarias que no son suficientes para el buen fin de una aventura.
Que Illa no responda al modelo canónico de hierático y altivo cretinismo que han exhibido en Madrid muchos de sus paisanos no deja de ser una ventaja para alguien que deba someterse al escrutinio de electores foráneos, pero en el caso que nos ocupa el cuerpo electoral es indígena y lo que piensen de él al sur del Ebro no parece demasiado importante. En cuanto a que no despierte rechazo en el resto de las formaciones catalanas, ¿significa eso que a los votantes del resto de los partidos les importa poco que un político no sepa hacer bien su trabajo siempre que no aparezca en público con cara de estreñido?
Si hemos llegado al punto en el que el mejor candidato posible es un incapaz con cara sonriente significa que nuestro problema sanitario no se reduce al covid. Necesitamos que la OMS tome urgentemente cartas en el asunto.
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