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Cristina Losada

Eutanasia: todo lo que no se quiere saber

No es fácil explicar cómo el Congreso, en plena oleada de mortandad, se puso a legalizar la muerte por eutanasia. Pero acaba de pasar.

Una mujer de 104 años sale del hospital tras superar el coronavirus. | EFE

En el Congreso se ha aprobado la eutanasia prácticamente por aclamación. Sus defensores repiten pomposos, y con alarde de agresividad, que la eutanasia es un derecho. Lo que no dicen es quién lo va a ejercer realmente. Sobre el papel, la demanda de eutanasia proviene de una persona en pleno uso de sus facultades, lúcida, con clara y fuerte voluntad, que va a ejercer ese derecho con plena independencia y autonomía. Es decir, nada que ver con lo real. Lo real es que la mayoría de los candidatos a la eutanasia serán personas gravemente enfermas, ancianas, deprimidas, altamente dependientes, vulnerables e influenciables. Esa es la realidad que rompe en pedazos el papel y estropea la festiva aclamación del Congreso.

La realidad es que, en la mayor parte de los casos, el derecho a la eutanasia consiste en el derecho de otros a decidir sobre la muerte de una persona. ¿O creen los devotos de la eutanasia, y los que se suben al carro por razones tan de peso como que las encuestas dan a favor, que van a solicitar la eutanasia personas en buen estado de salud mental y física y en condiciones de casi perfecta independencia? Si no lo creen, lo quieren hacer creer. Con la misma desinformadora actitud, nada han querido saber de la experiencia. Prefieren no saber ni difundir qué sucede en países con la eutanasia legalizada hace años. Cómo los grupos de población donde más crece esa práctica son los más vulnerables. No quieren que se sepa que allí la eutanasia ha ido dejando de ser el último recurso para los que padecen sufrimientos intolerables y se ha vuelto vía de salida para situaciones de fragilidad, vulnerabilidad y soledad.

No se decide desde la independencia, sino desde la dependencia. Que no cuenten ese cuento del individuo autónomo en pleno uso de sus facultades. Cuenten otro, pero no ése. No hagan creer tampoco que la alternativa a la eutanasia es morir sufriendo, porque hoy eso es impensable, y si ocurriera, si deliberadamente se permitiera, sería una mala praxis. La eutanasia no es paliar el sufrimiento. La eutanasia es quitar la vida. Puede discutirse si se justifica o no en ciertos casos, pero no confundan. No engañen. No desinformen. Y digan lo que sucede allí donde la eutanasia es práctica habitual: los cuidados paliativos dejan de desarrollarse. No hay incentivo para hacerlo cuando existe un remedio mucho más rápido y barato.

Los devotos y los que se dejan arrastrar por la fascinación del derecho a morir –o por la mayoría a favor en las encuestas– ocultan sistemáticamente los riesgos. Sobre el papel, filtros y condiciones dan la impresión de que todo estará milimétricamente controlado. La práctica, sin embargo, esa experiencia sobre la que nada han querido saber, indica que una vez legalizada la eutanasia no es posible mantenerla bajo control. Lo que nos han dicho, en realidad, los diputados que aclamaron la eutanasia es que, si hay diez casos en los que está justificada, debemos permitir una práctica que puede causar la muerte inadecuada de miles.

Ni siquiera evitaron la coincidencia. La de tanta muerte junta. Justo cuando una epidemia se ha llevado por delante a muchos de los más vulnerables, a los que se ha sido incapaz de proteger, abren la puerta para que parte de ellos sean expedidos, muy legalmente, al más allá, por voluntad de vaya usted a saber quién. No es fácil explicar cómo el Congreso, en plena oleada de mortandad, se puso a legalizar la muerte por eutanasia. Pero acaba de pasar.

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